La llama de una vela

Sobre la poesía, la visión filosófica de Bachelard 

Acudes fascinada volando, amante de la luz, al fin, y quedas allí, oh mariposa aniquilada.
Porque no has comprendido ¡que mueres y continúas! No eres más que un huésped oscuro sobre la tierra tenebrosa. Goethe

El arte de saltar por encima de sí mismo es el acto más elevado. Es el punto de partida de la vida, su propia génesis. La llama no es más que un acto de esa índole. La llama de una vela es un libro escrito antes de que se publicara la poética del fuego de Gastón Bachelard, en donde nos explica cómo un corazón sensible ama los valores frágiles, comulga con los valores que luchan, con la débil luz que enfrenta las tinieblas. Hasta qué punto se renueva el sueño de un soñador en la contemplación de una llama solitaria. ¡El soñador! —ese doble de nuestro ser, ese claroscuro del ser pensante—. El soñador poeta vive en la aureola de toda belleza, en la realidad de la irrealidad. El poeta, que no tiene el privilegio del pintor, que crea mediante los colores, no tiene ningún interés en rivalizar con los prestigios de la pintura. En el rigor de su oficio, el poeta, pintor con palabras, conoce los privilegios de la libertad. Debe decir la flor, hablar la flor. No puede, por lo tanto, comprender la flor sino animando las llamas de la flor con las llamas de la palabra. Para el poeta, el problema consiste en expresar lo real con lo irreal. El vive en el claroscuro de su ser, suministrando, alternativamente, un fulgor o una penumbra —y dando siempre a su expresión un matiz inesperado—. En este sentido las metáforas no son, a menudo, más que traslación de pensamientos, en un afán de expresarse mejor. La imagen, la verdadera imagen, cuando es vivida primeramente en la imaginación, cambia el mundo real por el mundo imaginado. Ciorán afirma que los ojos no ven nada, que se ve con el corazón, puesto que el corazón es la vista de los seres más elevados, ¿cómo no verán más que nosotros? El ojo tiene un campo reducido, ve siempre desde el exterior. Pero, siendo el mundo interior al corazón, la introspección es el único método que existe para alcanzar el conocimiento, pero nosotros podemos acceder a ese conocimiento por medio de la sensibilidad y es que la sensibilidad se agudiza más con el intento de mirar a través del corazón. Los que no lo practican, no pueden comprender su veracidad. Platón lo explicó ya en sus Diálogos: me parece a mí que la divinidad nos muestra claramente, para que no vacilemos más, que los poemas no son de factura humana ni hechos por los hombres, sino divinos y creados por los dioses, y que los poetas no son otra cosa que intérpretes de los dioses, poseídos cada uno por aquel que los domine. Para mostrar esto, el dios, a propósito, cantó, sirviéndose de un poeta insignificante, el más hermoso poema lírico. ¿No te parece, que estoy en lo cierto? -¡Qué evidente es, la prueba que aduces! Te contestaré, pues, no ocultándote nada. En efecto, cuando yo recito algo emocionante, se me, llenan los ojos de lágrimas; si es algo terrible o funesto, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón. Se necesita el poema, las flexibilidades del poema, las transmutaciones poéticas. El himno se apodera del alma de las imágenes, hace de ellas objetos hímnicos y el himno tiene poder sintetizante. El soñador amplía el lenguaje, puesto que expresa una belleza del mundo. Gracias a tal expresión, la psique misma se amplía, se eleva. La imaginación literaria es: encontrar la realidad por la palabra, dibujar con palabras. —el miedo, la ira, la tristeza—, que poseen en común tres elementos: el estado anímico o disposición a que conduce la pasión, el objeto o realidad natural o sobrenatural, verdadera o imaginaria, ante la cual se experimenta una emoción particular, y el motivo o causa de por qué se la siente ante aquel objeto. José María Parreño describe esa llama como aquella llama que irrumpe siempre tras un crujido, como si la materia tuviera que desperezarse, que chasquear sus articulaciones microscópicas antes de brillar en todo su esplendor. Prendo una cerilla y durante un instante es una jovencita pelirroja cogida por el talle. Me ruborizo mientras encanece. En la combustión alcanzará un destino parecido al humano: iluminar, doler, consumirse hasta el hueso. Cuando enciendes una cerilla y la proteges del viento, parece que has invitado al fuego a comer en tu mano. ¿Y quién, alguna vez ciego, no se ha guiado con el breve bastón de una cerilla? Lichtenberg escribió que el hombre tiene tanta necesidad de compañía, que se siente menos solo al lado de una vela encendida. Antaño, en un tiempo olvidado hasta por los sueños, la llama de una vela hacía pensar a los sabios; ofrecía mil sueños al filósofo solitario. Sobre su mesa, al lado de los objetos prisioneros en su forma, al lado de los libros que lentamente instruyen, la llama de la vela convocaba pensamientos desmedidos, suscitaba imágenes sin límites. En aquellos tiempos del lejano saber en que la llama hacía pensar a los sabios, las metáforas eran el pensamiento. En Los Diálogos, Platón propuso una posible definición sobre la poesía, muy acorde con la idea filosófica que planteó Gaston Bachelard cuando dice ya miro, y es más, intento mostrarte lo que me parece que es. Porque no es una técnica lo que hay en ti al hablar bien; una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría, heráclea. Por cierto que esta piedra no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal, que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así, también, la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo. De ahí que todos los poetas épicos, los buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y posesas. Esto mismo le ocurre a los buenos líricos, e igual que los que caen en el delirio de los Coribantes no están en sus cabales al bailar, así también los poetas líricos hacen sus bellas composiciones no cuando están serenos, sino cuando penetran en las regiones de la armonía y el ritmo poseídos por Baco, y, lo mismo que las bacantes sacan de los ríos, en su arrobamiento, miel y leche, cosa que no les ocurre serenas, de la misma manera trabaja el ánimo de los poetas, según lo que ellos mismos dicen. Porque son ellos, por cierto, los poetas, quienes nos hablan de que, como las abejas, liban los cantos que nos ofrecen de las fuentes melifluas que hay en ciertos jardínes y sotos de las musas, y que revolotean también como ellas. Y es verdad lo que dicen. Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia. Mientras posea este don, le es imposible al hombre poetizar y profetizar. Pero no es en virtud de una técnica como hacen todas estas cosas y hablan tanto y tan bellamente sobre sus temas, sino por una predisposición divina, según la cual cada uno es capaz de hacer bien aquello hacia lo que la Musa le dirige; uno compone ditirambos, otro loas, otro danzas, otro epopeyas. En las demás cosas cada uno de ellos es incompetente. Porque no es gracias a una técnica por lo que son capaces de hablar así, sino por un poder divino, puesto que si supiesen, en virtud de una técnica, hablar bien de algo, sabrían hablar bien de todas las cosas. Y si la divinidad les priva de la razón y se sirve de ellos como se sirve de sus profetas y adivinos es para que, nosotros, que los oímos, sepamos que no son ellos, privados de razón como están, los que dicen cosas tan excelentes, sino que es la divinidad misma quien las dice y quien, a través de ellos, nos habla.
Por otra parte, el mundo va rápido, el siglo se apresura. No es ya tiempo de pabilos y candeleros. Con las cosas en desuso sólo se vinculan sueños acabados. Los sueños y las ensoñaciones no se modernizan tan rápidamente como nuestros actos. Los poetas de nuestro tiempo han ingresado en el reino de una poesía brusca, de una poesía que no charla, sino que quiere vivir siempre sobre las palabras iniciales. Debemos escuchar, pues, los poemas como si se tratara de palabras oídas por primera vez. La poesía es un asombro precisamente al nivel de la palabra, que se produce en la palabra y por la palabra. Es necesario que los hombres razonables perdonen a los que oyen los demonios del tintero. La soledad se acrecienta si, sobre la mesa iluminada por la lámpara, se expone la soledad de la página blanca. ¡La página blanca!, ese gran desierto por atravesar, nunca atravesado. Esa página blanca que permanece blanca cada noche, ¿no es acaso el gran signo de una soledad sin fin recomenzada? Y qué soledad se encarna al lado del solitario cuando éste es un trabajador que no solamente quiere pensar, sino que quiere escribir. Entonces la página blanca es una nada, una nada dolorosa, la nada de la escritura. ¡Oh, si uno pudiera solamente escribir! Después, quizá se podría pensar. Pero se está demasiado solo para escribir. La página blanca es demasiado blanca, inicialmente demasiado vacía, para que comience realmente a existir escribiendo en ella. ¡Y qué útil sería —generoso también desde la pespectiva de sí mismo— comenzar todo de nuevo, comenzar a vivir escribiendo! Nacer en la escritura, ¡gran ideal de las grandes noches solitarias! Pero, para escribir en la soledad del ser, como si se tuviera la revelación de una página blanca de la vida, habría que tener aventuras de conciencia, aventuras de soledad. Pero, ¿puede acaso por sí misma, la conciencia, cambiar su soledad? Mas, ¿cómo conocer aventuras de conciencia permaneciendo solo? ¿Y es que se pueden hallar aventuras de conciencia descendiendo a las propias profundidades? Cuántas veces creí, viviendo en una de mis imágenes, que profundizaba mi soledad. Creí que descendía, espiral por espiral, la escalera del ser. Pero, en tales descensos, lo veo ahora, creyendo pensar, soñaba. El ser no está debajo. Está arriba, siempre arriba —precisamente en el pensamiento solitario que trabaja—. Para renacer entonces ante la página blanca en plena juventud de conciencia hay que agregar un poco más de sombra al claroscuro de las antiguas imágenes, de las imágenes marchitas. Como desquite habrá que regrabar al grabador —regrabar en cada noche, el alma misma del solitario, en la soledad de su lámpara, en suma, verlo todo, pensarlo todo, decirlo todo, escribirlo todo en primera existencia—. El papel blanco para estudiar en un libro, en un libro difícil, cada vez un poco más difícil para mí. En la tensión que sobreviene ante un libro de riguroso desarrollo, el espíritu se constituye y se reconstruye. El devenir del pensamiento, su porvenir, está en una reconstrucción del espíritu. La vela que se apaga es un sol que se muere. La vela muere más suavemente que el astro del cielo. El pabilo se curva y ennegrece. La llama ha tomado su opio de la sombra que la abraza. Y la llama tiene una buena muerte: muere durmiéndose.

Graciela Mejía González (basado en la obra de Gastón Bachelard, La llama de una vela).

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Ahora escribo pájaros  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/11/ahora-escribo-pajaros.html
De las artes imitables  http://vieliteraire.blogspot.mx/search/label/De%20las%20artes%20imitables
La arquitectura divinizada  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/08/la-arquitectura-divinizada.html
El hombre de letras  https://vieliteraire.blogspot.com/2018/12/el-hombre-de-letras.html