El taratantaleo

Así también, Dios, que es su propia medida, contempla su naturaleza, con mirada igual para todos. Hijos míos, si vuestro corazón ha comprendido bien, bendecid esa mirada que ve el insecto y para la cual todo es grande. Alfonso de Lamartine

Sólo el tiempo, que tanto poder tiene sobre los colosos, ha olvidado lo infinitamente pequeño.
Alejandro Dumas


Este es un cuento que descubrí casualmente al inicio de una novela fantástica de Alejandro Dumas, pero dicho cuento, no tiene nada que ver con ella, salvo ese personaje misterioso llamado Charles Nodier, que en su lecho de muerte narró a Dumas su genial historia: La mujer del collar de terciopelo.

No eran sólo criaturas humanas, no eran sólo hijas de Eva e hijos de Adán lo que Nodier animaba con su soplo creador. Nodier había inventado un animal, lo había bautizado. Luego, por su propia autoridad, sin preocuparse de lo que Dios podría decir, lo había dotado de la vida eterna. Este animal era el taratantaleo. No conocen ustedes el taratantaleo, ¿verdad? Tampoco yo. Pero Nodier sí lo conocía; Nodier lo conocía de memoria. Contaba sus costumbres, los hábitos, los caprichos del taratantaleo. Les habría contado sus amores si, desde el momento en que se había dado cuenta de que el taratantaleo llevaba en sí el principio de la vida eterna, no lo hubiera condenado al celibato, dado que la reproducción es inútil allí donde existe la resurrección. ¿Cómo había descubierto Nodier el taratantaleo? Voy a decírselo. A los dieciocho años, Nodier se interesaba por la entomología. La vida de Nodier está dividida en seis fases diferentes: Primero hizo historia natural: la Bibliothèque entomologique.
Luego se dedicó a la lingüística: el Dictionnaire des Onomatopées.
Luego a la política: Napoleone.
Luego a la filosofía religiosa: las Méditations du Cloître.
Luego a la poesía: los Essais dune jeune barde.
Luego a la novela: Jean Sbogar, Smarra, Trilby, Le Peintre de Salzbourg, Mademoiselle de Marsan, Adèle, Le Vampire, Le Songe d'or, los Souvenirs de jeunesse, Le Rois de Bohême et ses sept châteaux, las Fantaisies du docteur Néophobus, y mil cosas encantadoras que ya conocen ustedes, que yo conozco, y cuyo título no se encuentra bajo mi pluma.
Nodier estaba, pues, en la primera fase de sus trabajos; Nodier se dedicaba a la entomología, Nodier vivía en el sexto piso -un piso más alto de aquel en que Béranger aloja al poeta-. Hacía experiencias al microscopio sobre los infinitamente pequeños, y mucho antes que Raspail había descubierto todo un mundo de animálculos invisibles. Un día, después de haber sometido a examen el agua, el vino, el vinagre, el queso, el pan, en fin, todos los objetos sobre los que habitualmente se hacen experiencias, cogió un poco de arena mojada en el canalón y la depositó en la bandeja de su microscopio, luego aplicó su ojo sobre la lentilla.
Entonces vio moverse un animal extraño que tenía la forma de un velocípedo, armado de dos ruedas que agitaba con rapidez. ¿Tenía que cruzar un río? Sus ruedas le servían como las de un barco a vapor; ¿tenía que franquear un terreno seco? Sus ruedas le servían como las de un cabriolé. Nodier lo miró, lo detalló, lo dibujó, lo analizó tanto tiempo que, de pronto, se acordó  que se olvidaba de una cita, y echó a correr dejando su microscopio, su pizca de arena y el taratantaleo, del que la arena era el mundo. Cuando Nodier regresó era tarde; estaba cansado, se acostó y se durmió como se duerme a los dieciocho años. Fue sólo al día siguiente, al abrir los ojos, cuando pensó en la pizca de arena. ¡Ay!, durante la noche la arena se había secado, y el pobre taratantaleo, que sin duda necesitaba humedad para vivir, estaba muerto. Su pequeño cadáver estaba tendido a un lado, sus ruedas estaban inmóviles. El barco de vapor no iba, el velocípedo se había parado. Pero muerto como estaba, el animal seguía siendo una curiosa variedad de efímero, y su cadáver merecía ser conservado lo mismo que el de un mamut o de un mastodonte; lógicamente había que adoptar, como fácilmente puede comprenderse, precauciones mayores para manejar un animal cien veces más pequeño que un limón, que las que hay que tomar para cambiar de sitio un animal diez veces mayor que un elefante. Fue, pues, con la barba de una pluma como Nodier transportó su pizca de arena de la bandeja de su microscopio a una pequeña caja de cartón, destinada a ser el sepulcro del taratantaleo. Pensaba mostrar aquel cadáver al primer sabio que se aventurase a subir sus seis pisos. Hay tantas cosas en las que se piensa a los dieciocho años que podemos olvidar el cadáver de un ser efímero. Nodier olvidó durante tres meses, diez meses, tal vez un año, el cadáver del taratantaleo.
Luego, un día, cayó bajo su mano la caja. Quiso ver el cambio que un año había producido en su animal. El tiempo estaba cubierto, caía una gruesa lluvia de tormenta. Para ver mejor, acercó el microscopio a la ventana, y vació en la bandeja el contenido de la cajita. El cadáver seguía inmóvil y tumbado en la arena; sólo el tiempo, que tanto poder tiene sobre los colosos, parecía haber olvidado lo infinitamente pequeño. Nodier miraba, pues, a su efímero, cuando, de pronto, una gota de lluvia impulsada por el viento cae en la bandeja del microscopio y moja la pizca de arena. Entonces, al contacto de aquel fresco vivificante, a Nodier le parece que su taratantaleo se reanima, que mueve una antena, luego otra; que hace girar una de sus ruedas, que hace girar sus dos ruedas, que recobra su centro de gravedad, que sus movimientos se regularizan, que vive. El milagro de la resurrección acaba de cumplirse, no al cabo de tres días, sino al cabo de un año. Diez veces repitió Nodier la misma prueba, y diez veces la arena se secó y murió el taratantaleo, diez veces mojó la arena y diez veces resucitó el taratantaleo. No era un efímero lo que Nodier había descubierto, era un inmortal. Según todas las probabilidades, su taratantaleo había visto el diluvio y debía asistir al juicio final. Por desgracia, cierto día en que Nodier se disponía, quizá por vigésima vez, a renovar su experiencia, una ráfaga de viento se llevó la arena seca, y con la arena, el cadáver del fenomenal taratantaleo. Nodier cogió muchas pizcas de arena mojada en su canalón y en otras partes, pero fue inútil, nunca volvió a encontrar el equivalente de lo que había perdido: el taratantaleo era el único de su especie, y, perdido para todos los hombres, sólo vivía en los recuerdos de Nodier.

Alejandro Dumas

Ver: El monstruo verde  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-monstruo-verde.html
El pájaro azul  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-pajaro-azul.html
La cafetera  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/06/la-cafetera.html
El ermitaño del reloj  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-ermitano-del-reloj.html

El lobo hombre  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-lobo-hombre.html