El escritor hace frases como el pájaro hace trinos, para su placer y para el placer de los demás. No tiene por qué pagársele, al igual que no se paga al ruiseñor. Se le alimenta, simplemente. Es cosa sabida que el dinero es algo grosero que arrebata la dignidad a las letras; por lo menos, no existe ejemplo alguno de un hombre que haya hecho una fortuna escribiendo, y esto no sorprende a nadie; incluso los escritores se adornan con su pobreza y aceptan vivir de una limosna principesca. Los escritores son el atractivo, el lujo, algo que sale de la vida banal, que no está en el comercio y que sólo los grandes pueden pagarse la fantasía de tenerlo, tratando a la literatura como si fuera una dama del gran mundo que exige toda clase de cortesías, y poniendo, precisamente, el encanto del oficio en refinar estas cortesías hasta el infinito. En una palabra, el escritor se queda entonces en las letras puras, los hermosos juegos de retórica, las discusiones de la lengua, la descripción literaria de los caracteres, de los sentimientos y de las pasiones, no buscados en la verdad psicológica, sino sabiamente colocados en parrafadas de tragedia o en párrafos de elocuencia. El abismo se hace infranqueable entre el sabio que investiga y el escritor que describe. Éste no se aparta del dogma filosófico y religioso, se halla encerrado en el dominio del alma, incluso cuando su temperamento es revolucionario. La literatura se hace realmente un mundo aparte, el espíritu literario tiene un sentido muy limpio, se cultiva un jardín en el que cada género tiene su maceta, los tulipanes a un lado, las rosas al otro. Tarea etiquetada, pero encantadora, hecha de procedimientos y recetas, pero llena del placer, apacible de ver crecer en su estación las flores esperadas.
En los siglos pasados, una mujer reunía a su alrededor a escritores cuya única preocupación era la de complacerla; se leían obras en privado, se charlaba mucho, con todos los convencionalismos y todas las delicadezas del mundo. El genio, tal como lo entendemos en nuestro tiempo, con su poder sin reglas, se habría encontrado allí muy incómodo; pero el simple talento se desenvolvía bien, en un cálido y dulce ambiente. Apenas empezaban a nacer los salones y los grandes señores se contentaban con tener a sus expensas un poeta, como tenían un cocinero, el estado de domesticidad en el que se encontraban las letras, los ponían en manos de una casta privilegiada, que halagaban y cuyo gusto había de aceptar. Ello les concedía amables cualidades de todo tipo: el tacto, la mesura, un pomposo equilibrio, una construcción y una lengua deparada; y también los encantos que pueden hallarse en una sociedad de mujeres distinguidas, las sutilezas y los refinamientos del cerebro y del corazón, las refinadas charlas sobre temas delicados, desflorándolo todo sin apoyar nunca nada, aquellas charlas junto al fuego que eran como aires musicales, en las que se limitan las melodíad tristes o alegres de las criaturas humanas.
Un escritor era un lujo que se permitía un señor. Cuando el rey no tiene dinero, pasa el escritor a un cortesano rico, rogándole que le alimente durante algún tiempo, como lo haría con un animal caro que espera poder darse como distracción más tarde; y, en efecto, si la muerte impide al rey cumplir su capricho, es la reina quien protege al escritor por su cuenta, los señores de aquel tiempo se prestan, se regalan, se transmiten unos a otros a un escritor, para demostrar su gusto y lucir su fortuna.
Mainard, un escritor olvidado, nacido en 1582, ignoraba que el éxito de una buena obra es la única recompensa digna de un artista; que si los príncipes y ministros quieren hacerse honor recompensando esta especie de mérito, hay más honor todavía en esperar estos honores sin solicitudes; y que, si un buen escritor ambiciona la fortuna, debe hacérsela él mismo.
La obra literaria no puede alimentar al autor, quien, a partir de este momento, se convierte en un pájaro raro, del que sólo el rey y los grandes señores pueden permitirse el lujo. Se establece un contrato entre protector y protegido; el protector vestirá, alimentará y alojará, o se limitará a pensionar al protegido, quien, en agradecimiento, le ofrecerá sus lisonjas, le dedicará sus obras, para hacer pasar a la posteridad su nombre y sus buenas obras. La nobleza, debía a cambio de sus privilegios, socorrer a todos quieenes la obedecían, y las letras no eran más que uno de sus asuntps dependientes, como la tierra y el pueblo.
La pensión concedida a un escritor, no era solamente un socorro que le aseguraba el tiempo para escribir hermosas obras; era también un honor que los escritores buscaban, incluso si tenían fortuna. Toda la vida intelectual se agitaba, entonces, en el estrecho círculo de las clases altas, en los salones y en las academias. De ello proviene aquel espíritu literario que he definido, hecho de ocio y de retórica, respetuoso con los convencionalismos, amable y elevado, engrandecido en un círculo de mujeres y reducido por las disputas académicas, viviendo, sobre todo, de reglas y tradiciones. En medio siglo, el libro, que era un objeto de lujo, se convierte en un objeto de consumo corriente. En otro tiempo, el libro era caro; en la actualidad, incluso las bolsas más modestas pueden hacerse una pequeña biblioteca. Así, el escritor encuentra con amplitud el medio de vivir de su pluma. De esta manera, la protección de los grandes ya no es necesaria, el parasitismo desaparece de las costumbres, un autor es un obrero como otro cualquiera que gana su vida con su trabajo.
En la actualidad los escritores cobran mil francos y más. La literatura tiende a convertirse en una mercancía extremadamente cara cuando está firmada por un nombre en boga. El autor gana más o menos según el éxito de su obra, y el editor, a su vez, se asegura de no pagar al autor más que los derechos proporcionales a las sumas que él ingresará en caja. El libro, sin una gran boga, no enriquece nunca al autor. Si el libro ha requerido un año de trabajo y aparece directamente en las librerías, dos mil francos es una modesta suma, con la cual apenas se puede vivir en la actualidad.
¿Dónde está la afirmación plena y completa de la personalidad? ¿Dónde está la verdadera dignidad? ¿Dónde está el trabajo, la existencia más larga y más respetada? Evidentemente, en el escritor actual. Y esta dignidad, este respeto, esta afirmación de la persona y de sus ideas, ¿a qué se debe? Al dinero, sin duda alguna. Es el dinero, el benficio legítimo obtenido con las obras lo qie ha librado al escritor de toda protección humillante, lo que ja hecho del antiguo saltimbanqui de corte, del antiguo bufón de antecámara, un ciudadano libre, un hombre que sólo depende de sí mismo. Con el dinero, se ha atrevido a decirlo todo, ha llevado su examen hasta el rey, hasta Dios, sin temer por su pan. El dinero ha emancipado al escritor, ha creado las letras modernas.
Émile Zola
Ver: El libro, un mundo espiritual http://vieliteraire.blogspot.mx/search/label/El%20libro.%20Un%20mundo%20espiritual
La llama de una vela http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/12/la-llama-de-una-vela.html
De las artes imitables http://vieliteraire.blogspot.mx/search/label/De%20las%20artes%20imitables
La arquitectura divinizada http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/08/la-arquitectura-divinizada.html
El hombre de letras https://vieliteraire.blogspot.com/2018/12/el-hombre-de-letras.html