Atormentado por la necesidad de distraerse, Hervás tuvo la idea de ver nuevamente el lugar en que nació, oscuro caserío que esperaba hacer ilustre gracias a su inminente fama. Desde hacía quince años no se había permitido otra diversión que jugar a la pelota con los muchachos del barrio, y se prometía un delicioso placer jugando a ella en los lugares donde había pasado su primera infancia.
Antes de partir quiso gozar del espectáculo de sus cien volúmenes ordenados sobre un solo anaquel. Entregó sus manuscritos a un encuadernador, recomendándole especialmente que el lomo de cada volumen llevase, a lo largo, el nombre de la ciencia y el número del tomo, desde el primero, que era la Gramática universal, hasta el Análisis, que era el centésimo. El encuadernador trajo la obra al cabo de tres semanas. El anaquel que debía recibirla estaba ya preparado. Hervás colocó en él aquella imponente serie, e hizo una fogata con todos los borradores y copias parciales. Después de lo cual cerró con doble llave la puerta de su aposento, la selló, y partió para Asturias.
El aspecto de los lugares en que había nacido dieron realmente a Hervás todo el placer que se prometió. Mil recuerdos, inocentes y dulces, le arrancaron lágrimas de alegría, cuya fuente habían secado, por así decirlo, veinte años de las más áridas concepciones. Nuestro polígrafo hubiera pasado de buena gana el resto de sus días en aquel caserío nativo; pero los cien volúmenes lo llamaban a Madrid. Toma de vuelta el camino de la capital, llega a su casa, encuentra intacto el sello colocado sobre la puerta. Abre la puerta... ¡y ve los cien volúmenes hechos pedazos, despojados de su encuadernación, con las hojas sueltas y confundidas sobre el piso! Este aspecto atroz turba sus sentidos; cae en medio de los despojos de sus libros y pierde hasta el sentimiento de su propia existencia.
¡Ay! Ésta era la causa del desastre: Hervás no comía nunca en casa; las ratas, tan abundantes en todas las viviendas de Madrid, se cuidaban muy bien de frecuentar la suya; sólo hubieran encontrado algunas plumas para roer; pero no sucedió lo mismo cuando cien volúmenes, cargados de cola fresca, fueron traídos al aposento, y cuando este aposento, desde aquel mismo día, fue abandonado por su dueño. Las ratas, atraídas por el olor de la cola, alentadas por la soledad, se reunieron en tropel, embistieron, empezaron a roer, devoraron... Hervás, cuando volvió en sí, vio a uno de esos monstruos arrancando, en un rincón, las últimas hojas de su análisis. Quizá la cólera no había entrado nunca en el alma de Hervás: ahora, sintiendo su primer acceso, se precipitó sobre el raptor de su geometría trascendente, dio con la cabeza en la pared y cayó de nuevo desvanecido.
Hervás volvió en sí por segunda vez, reunió los jirones que cubrían el piso de su aposento y los guardó en un cofre. Después, sentado sobre el cofre, se entregó a los más tristes pensamientos. Muy pronto le dio un escalofrío que desde el día siguiente degeneró en una fiebre biliar, comatosa y maligna.
Privado de su gloria por las ratas, abandonado por los médicos, no lo desamparó su enfermera. Esta continuó cuidándolo y muy pronto una crisis feliz lo salvó. La enfermera era una mujer de treinta años llamada Marica; venía a cuidarlo por amistad, porque Hervás conversaba algunas tardes con el padre de ella, que era un zapatero del barrio. Hervás, convaleciente, sintió todo lo que debía a esta buena mujer.
-Marica -le dijo-, no sólo me habéis salvado; habéis endulzado también mi vuelta a la vida.
¿Qué puedo hacer por vos?
-Señor -le respondió-, podríais hacer mi dicha. Pero no sé cómo decíroslo.
-Decídmelo, decídmelo, y tened la certeza de que si ello está en mi poder, lo haré.
-¿Pero si os pidiera casaros conmigo?
-Lo quiero, y de todo corazón. Me daréis de comer cuando esté sano, me cuidaréis cuando esté enfermo, y me defenderéis de las ratas cuando esté ausente. Sí, Marica, nos casaremos cuando queráis, y mientras más pronto mejor.
Hervás, no bien curado aún, abrió el cofre que guardaba los despojos de su polimatesis. Trató de juntar las hojas y tuvo una recaída que lo debilitó mucho. Cuando estuvo en condiciones de salir, fue a ver al ministro de finanzas; argumentó que había trabajado quince años y formado alumnos en situación de reemplazarlo; que su salud estaba destruida, y pidió su retiro con una pensión equivalente a la mitad de su sueldo. Esa suerte de beneficios no son muy difíciles de obtener en España; se le acordó a Hervás lo que pedía, y se casó con Marica.
Entonces nuestro sabio cambió su manera de vivir. Alquiló una casa en un barrio solitario y se propuso no salir hasta no haber restablecido el manuscrito de sus cien volúmenes. Las ratas habían roído todo el papel próximo al lomo de los libros y no habían dejado subsistir sino la mitad de cada hoja, y aun esas mitades estaban desgarradas. Sin embargo, servían a Hervás para recordarle el texto entero. Fue así como se puso a rehacer toda la obra. Al mismo tiempo, produjo otra de muy diferente género. Marica me dio a luz. ¡A mí, pecador y réprobo! Ah, el día de mi nacimiento fue sin duda una fiesta en los infiernos. Los fuegos eternos de esa morada brillaron con nuevo resplandor, y los demonios aumentaron los suplicios de los condenados para mejor gozar con sus aullidos.
Vine al mundo, y mi madre sólo me sobrevivió pocas horas. Hervás no había conocido el amor y la amistad sino por una definición de esos sentimientos que había colocado en su volumen sesenta y siete. La pérdida de su esposa, al probarle que había sido hecho para sentir amistad y amor, lo abrumó más que la pérdida de sus cien tomos in octavo devorados por las ratas. La casa de Hervás era pequeña, y a cada uno de mis gritos resonaba entera: era pues imposible que yo siguiera viviendo allí. Fui recogido por mi abuelo, el zapatero Marañón, que pareció muy halagado de tener en su casa a su nieto, hijo de un contador y gentilhombre.
Mi abuelo, a pesar de su humilde condición, vivía con desahogo. Me envió a colegios desde que estuve en edad de frecuentarlos. Cuando cumplí dieciséis años me vistió con elegancia y me
procuró los medios de pasear mis ocios por Madrid. Se creía bien pagado de esos gastos cuando podía decir: Mi nieto, el hijo del contador. Pero volvamos a mi padre y a su triste destino, harto conocido: ¡pueda él servir de lección y de espanto a los impíos! Diego Hervás pasó ocho años en reparar el daño que le habían causado las ratas. Su obra estaba casi rehecha cuando algunos periódicos extranjeros, que cayeron en sus manos, le probaron que las ciencias habían hecho, sin que él lo supiera, notables progresos.
Hervás suspiró ante ese acrecentamiento de sus infortunios; sin embargo, no queriendo que su obra quedara imperfecta, agregó a cada ciencia los nuevos descubrimientos que se habían hecho en sus respectivos dominios. Esto le tomó cuatro años más. Fueron pues doce años enteros que pasó sin salir de su casa, y siempre inclinado sobre su labor. Esta vida sedentaria acabó de arruinar su salud. Padeció una ciática obstinada, mal en los riñones, arenilla en la vejiga, y todos los síntomas promisorios de la gota. Pero, al fin, la polimatesis, en cien volúmenes, estuvo acabada.
Hervás llamó al librero Moreno, hijo de aquel que le prestó los libros para escribir su obra. -Señor -le dijo-, aquí hay cien volúmenes que encierran todo lo que hoy saben los hombres. Esta polimatesis hará honor a vuestras prensas y, si me atrevo a decirlo, a España. Nada pido para mí: sólo quiero que tengáis la bondad de imprimirlos para que mi memorable fatiga no sea enteramente vana.
Moreno abrió todos los volúmenes, los examinó con atención, y le dijo:
-Señor, acepto vuestra obra, pero debéis decidiros a reducirla a veinticinco volúmenes.
-Dejadme -le respondió Hervás con la indignación más profunda-, dejadme; volved a vuestra tienda a imprimir los fárragos novelescos o pedantescos que son la vergüenza de España. Dejadme, señor, con mi arenilla y mi genio, que, de haber sido mejor comprendido, me habría conferido la estima general. Pero ya nada tengo que pedir a los hombres y, menos aún, a los libreros. Dejadme.
Moreno se retiró, y Hervás cayó en la más negra melancolía. Tenía sin tregua ante los ojos sus cien volúmenes, hijos de su genio, concebidos con delicia, alumbrados con un dolor no exento asimismo de placer, y ahora hundidos en el olvido. Contemplaba su vida perdida por completo, su existencia aniquilada en el presente y también en el porvenir. Entonces su espíritu, adiestrado en penetrar todos los misterios de la naturaleza, se volvió desgraciadamente hacia el abismo de las miserias humanas. A fuerza de medir su profundidad, vio el mal en todas partes, no vio sino el mal, y se dijo desde el fondo de su corazón:
-Autor del mal, ¿quién sois?
Él mismo tuvo horror de esta idea y quiso examinar si el mal, para ser, debía necesariamente haber sido creado. Después examinó la misma cuestión desde un punto de vista más vasto. Se aferró a las fuerzas de la naturaleza, atribuyendo a la materia una energía que le pareció apropiada para explicarlo todo sin tener que recurrir a la creación.
Según él, tanto el hombre como los animales debían su existencia a un ácido generador que hacía fermentar la materia y le daba formas constantes, más o menos como los ácidos cristalizan las bases alcalinas y terrosas en poliedros siempre semejantes. Miraba las sustancias fungosas que produce la madera húmeda como el eslabón que une la cristalización de los fósiles a la reproducción de los vegetales y de los animales y que indica, si no la identidad, al menos la analogía.
Sabio como era, Hervás no tuvo el menor trabajo en apuntalar su falso sistema con pruebas sofisticas adecuadas para extraviar los espíritus. Le parecía, por ejemplo, que los mulos, que provienen de dos especies, podían compararse a las sales de base mezclada cuya cristalización es confusa. La efervescencia de algunas tierras con los ácidos le pareció que se aproximaba a la fermentación de los vegetales mucosos, y ésta le pareció un comienzo de vida que no había podido desarrollarse por falta de circunstancias favorables.
Hervás había observado que los cristales, al formarse, se amontonan en las partes más claras del vaso, y que se forman difícilmente en la oscuridad; y como la luz es igualmente favorable a la vegetación, consideró el fluido luminoso como uno de los elementos de los cuales se compone el ácido universal que animaba la naturaleza; por otro lado, había visto que la luz, a la larga, enrojece los papeles teñidos de azul, y éste era también un motivo para considerarla un ácido.
Hervás sabía que en las altas latitudes, en la vecindad del Polo, la sangre, falta de calor suficiente, estaba expuesta a una alcalinescencia que sólo podía detenerse mediante el uso interior de ácidos. Dedujo pues que si el calor podía, en ocasiones, ser suplido por un ácido, aquél debía ser también una especie de ácido, o, a lo menos, uno de los elementos del ácido universal.
Hervás sabía que se ha visto al trueno agriar y fermentar los vinos. Había leído en Sanconiatón que, al comienzo del mundo, los seres destinados a vivir fueron como despertados a la vida por violentos truenos, y nuestro infortunado sabio no temió en apoyarse en esta cosmogonía pagana para afirmar que la materia del rayo pudo haber dado un primer desarrollo al ácido generador, infinitamente variado, pero constante en la reproducción de las mismas formas.
Hervás, cuando trató de ahondar en los misterios de la creación, debía de atribuir su gloria al creador. ¡Y pluguiese a Dios que lo hubiese hecho! Pero su ángel de la guarda lo había dejado de la mano, y su espíritu, extraviado por el orgullo del saber, lo entregó sin defensa a la fascinación de los espíritus soberbios, cuya caída arrastró la del mundo. ¡Ay!, mientras Hervás elevaba sus culpables pensamientos más allá de las esferas de la inteligencia humana, sus despojos mortales estaban amenazados de una próxima disolución. Para agobiarlo, muchos males agudos se sumaron a sus enfermedades crónicas. Su ciática, ya muy dolorosa, lo había privado del uso de la pierna derecha; la arenilla de sus riñones, convertida en cálculos, desgarraba su vejiga; el humor artrítico había curvado los dedos de su mano izquierda y amenazaba las coyunturas de la derecha; por último, la más sombría hipocondría destruía las fuerzas de su alma al mismo tiempo que las de su cuerpo. Como temía a los testigos de su abatimiento, acabó por rechazar mis cuidados y se negó a verme.
Como único criado tenía a un viejo inválido, que utilizaba el resto de sus fuerzas en servirlo. Pero este mismo criado cayó enfermo, y entonces mi padre se vio obligado a soportarme junto a él. Muy pronto a mi abuelo Marañón le dieron intensas calenturas. Sólo estuvo enfermo cinco días. Sintiendo su fin próximo, me mandó llamar y me dijo:
-Blas, querido Blas, recibe mi última bendición. ¡Has nacido de un padre sabio, y pluguiera al cielo que lo fuese menos! Felizmente para ti, tu abuelo es un hombre simple en su fe y en sus obras, y te ha educado en la misma simplicidad: no te dejes arrastrar por tu padre. Desde hace algunos años se ha alejado de las prácticas religiosas, y sus opiniones avergonzarían a los mismos heréticos. Blas, desconfía de la sabiduría humana. Dentro de algunos instantes, sabré más que todos los filósofos. Blas, Blas, te bendigo. Expiro.
En efecto, murió. Después de tributarle mis últimos deberes, volví a casa de mi padre donde no había estado desde hacía cuatro días. Durante ese tiempo, el viejo inválido había muerto también, y los hermanos de la caridad se habían encargado de amortajarlo. Como sabía que mi padre estaba solo, quise consagrarme a servirlo, pero, al entrar en sus aposentos, contemplé un espectáculo extraordinario y permanecí en el primer cuarto, erizado de horror.
Mi padre se había quitado la ropa y estaba envuelto en una sábana a modo de mortaja. Sentado, miraba el sol poniente. Después de contemplarlo largamente, dijo:
-Astro cuyos últimos rayos hieren mis ojos por última vez, ¿por qué habéis iluminado el día de mi nacimiento? ¿Pedí yo nacer? ¿Y por qué he nacido? Los hombres me dijeron que tenía un alma, y me he ocupado de ella a expensas de mi cuerpo. He cultivado mi espíritu, pero las ratas lo han devorado; los libreros lo han desdeñado. Nada quedará de mí; muero por completo, tan oscuro como si no hubiera nacido. Vacío, recibe pues tu presa.
Hervás permaneció algunos instantes entregado a sombrías reflexiones; después tomó un cubilete, que me pareció lleno de vino añejo, alzó los ojos al cielo y dijo:
-Oh Dios mío, si es que existís tened piedad de mi alma, si es que la tengo.
En seguida vació el cubilete y lo posó sobre la mesa; después se llevó la mano al corazón, como si en él sintiera alguna angustia. Hervás había preparado otra mesa, sobre la que puso almohadones: se acostó encima, cruzó las manos sobre el pecho y no profirió ya una palabra.
Os sorprenderá que yo, viendo todos aquellos preparativos de suicidio, no me haya lanzado sobre el vaso, o no haya pedido socorro; yo mismo me sorprendo, o más bien estoy seguro de que un poder sobrenatural me retenía en mi sitio, impidiéndome hacer el menor movimiento; mis cabellos se erizaron.
Los hermanos de la caridad, que habían enterrado a nuestro inválido, me encontraron en esa actitud. Vieron a mi padre extendido sobre la mesa, cubierto por una mortaja, y me preguntaron si estaba muerto. Respondí que nada sabía. Me preguntaron quién le había puesto esa mortaja.
Respondí que él mismo se había envuelto en ella. Examinaron el cuerpo y lo encontraron sin vida. Vieron el vaso con unas gotas de líquido y lo llevaron para examinarlo. Después se fueron dando señales de descontento, y me dejaron en un extremado desaliento. Después vinieron las gentes de la parroquia. Me hicieron las mismas preguntas y se fueron diciendo:
-Ha muerto como ha vivido. No es a nosotros a quienes toca enterrarlo.
Quedé solo con el muerto. Mi abatimiento llegó hasta el punto de que perdí la facultad de obrar y aun de pensar. Me eché en el sillón donde había visto a mi padre y recaí en mi inmovilidad.
Llegó la noche; el cielo se cargó de nubes: un torbellino súbito abrió mi ventana; un resplandor azulado pareció recorrer el aposento y dejarlo después más sombrío que antes. En medio de la oscuridad creí distinguir algunas formas fantásticas; luego me pareció oír a mi padre lanzar un largo quejido, que los ecos lejanos repitieron en el vasto espacio de la noche. Quise ponerme de pie, pero estaba retenido en mi sitio, y en la imposibilidad de hacer ningún movimiento. Un frío glacial traspasó mis miembros; sentí el escalofrío de la fiebre: mis visiones se convirtieron en ensueños, y por último quedé dormido.
Me desperté sobresaltado: vi seis grandes cirios amarillentos, encendidos junto al cuerpo de mi padre, y a un hombre, sentado frente a mí, que parecía acechar el instante de mi despertar. Tenía una figura majestuosa e imponente, alta talla, cabellos negros, un poco rizados, caídos sobre la frente, mirada viva y penetrante, pero a la vez dulce y seductora; por lo demás, llevaba gorguera y capa gris, como se visten los caballeros en el campo.
Cuando el desconocido vio que yo estaba despierto, me sonrió afablemente y me dijo:
-Hijo mío (os llamo así porque os considero como si me pertenecierais ya), estáis abandonado de Dios y de los hombres, y la tierra se ha cerrado sobre los despojos de ese sabio que os dio la vida, pero nosotros nunca os abandonaremos.
-Señor -le respondí-, habéis dicho, creo, que estoy abandonado por Dios y por los hombres. Eso es verdad en cuanto a los hombres, pero no creo que Dios pueda abandonar jamás a una de sus criaturas.
-Vuestra observación -dijo el desconocido- es justa bajo ciertos aspectos; otro día os lo explicaré. Sin embargo, para convenceros del interés que nos inspiráis, os ofrezco esta bolsa; encontraréis en ella mil pistolas: un joven debe tener pasiones y medios de satisfacerlas. No escatiméis el oro que os entrego, y contad siempre con nosotros. En seguida el desconocido golpeó las manos. Seis hombres aparecieron y se llevaron el cuerpo de Hervás; los cirios se apagaron y la oscuridad se hizo profunda.
Jan Potocki (Manuscrito encontrado en Zaragoza, fragmento).
Ver: La mano encantada http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/06/la-mano-encantada.html
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