Agustina

Las humildes y modestas flores que se abren en los valles,
es posible que mueran cuando se las trasplanta demasiado cerca de los cielos, 

a esas regiones en que se forman las borrascas y en que calcina el sol.

Dejóse ver la cara de una jovencita, fresca como uno de esos blancos cálices que florecen en el seno de las aguas, coronada de una cofia de encañonada muselina, que daba a su semblante una expresión de admirable inocencia. Aunque cubiertos de una tela oscura, traslucíanse su cuello y sus hombros gracias a leves resquicios que los movimientos del sueño dejaran. Formaban un bello contraste la juventud de las mejillas de aquel rostro en que el sueño había como puesto de resalte una superabundancia de vida y la vejez de aquella maciza ventana de toscos contornos y negro antepecho. [Pasó un] transeúnte, un joven pintor, que quince años atrás, había ganado el gran premio de pintura. Volvía ahora de Roma. Su alma nutrida de poesía, sus ojos ahítos de Rafael y Miguel Ángel, estaban sedientos de la verdadera naturaleza tras una larga estancia en el pomposo país, donde el arte ha sembrado doquiera su grandiosidad. Falso o justo, tal era su sentimiento personal. Largo tiempo entregado a la fogosidad de las pasiones italianas, su corazón estaba pidiendo una de esas vírgenes modestas y recogidas que en Roma, por desgracia, solo encontrara en pintura. Sabía que los más bellos retratos del Tiziano, de Rafael y Leonardo de Vinci fueron fruto de sentimientos exaltados, que en diversas condiciones son los que engendran todas las obras magistrales. Por toda contestación, el artista bajó la cabeza.
Un escalofrío hizo temblar a [la joven] como una hoja de abedul al reconocerse en él. Tuvo miedo y miró en torno suyo, para reunirse con madame Roguin, de quien una oleada de gente la había separado. Y en aquel momento tropezaron sus ojos con el inflamado rostro del joven pintor. Recordó la muchacha de golpe la fisonomía de un paseante en quien ella, curiosa, reparara con frecuencia, creyendo que era un nuevo vecino.
—¡Vea usted lo que el amor me ha hecho hacer! —murmuró el artista al oído de la tímida criatura, que quedó toda asustada al oír esas palabras.
Percibió entonces el artista a aquella belleza en todo su esplendor, a aquel pudor en toda su gloria. Agustina sintió una especie de alegría, entreverada de terror, al pensar que su presencia causaba la felicidad de aquel cuyo nombre andaba en todos los labios, cuyo talento dotaba de inmortalidad a efímeras imágenes. La noticia de que los cuadros acababan de desaparecer del Salón después de su visita fue para Agustina, la revelación de una delicadeza de sentimientos que las mujeres saben apreciar, aunque sea por instinto.
Para ser feliz, [dijo su madre,] una mujer debía casarse con un hombre de su misma clase; que, tarde o temprano, todo aquel que quiere elevarse demasiado alto recibe su castigo; el amor resiste tan poco a los sinsabores del hogar, que era menester que cada uno de los cónyuges encontrase en el otro prendas de carácter bien sólidas para ser dichoso; no era conveniente que el uno supiera más que el otro, porque lo primero de todo era que se comprendiesen, y un marido que hablase griego y su mujer latín corrían el riesgo de morirse de hambre. Comparaba esa clase de matrimonios a esos antiguos tejidos de seda y lana cuya seda acaba siempre por cortar la lana.
[Teodoro (el pintor) y Agustina se casaron.] Ebrio de felicidad, el artista cogió entre sus brazos a su bella Agustina, levantándola en vilo, luego que su berlina hubo llegado a la rue des Trois-Frères, y llevóla así a su elegante piso. El fuego de pasión que dominaba a Teodoro hizo que los jóvenes esposos devorasen casi un año entero, sin que la más leve nubecilla viniese a enturbiar el azur de aquel cielo bajo el cual vivían. Nada de pesado tenía para ellos la existencia. Sobre cada día volcaba Tedoro increíbles placeres. Gustaba de variar los arrebatos de la pasión mediante la muelle languides de esos reposos en que las almas se remontan tan alto en el éxtasis que parecen olvidarse en él de la unión corporal. Incapaz de reflexión, la feliz Agustina prestábase al ritmo ondulante de su felicidad. No creía hacer aún bastante entregándose por entero al amor lícito y santo del matrimonio. Sencilla e ingenua, no conocía ni la coquetería de negarse ni el imperio que una madamita del gran mundo se granjea sobre un esposo mediante hábiles caprichos. Amaba demasiado para hacer cábalas sobre el porvenir y no se imaginaba que una vida tan deliciosa pudiese tener nunca fin. Empezó por herir la vanidad de su marido cuando, pese a sus vanos esfuerzos, dejó translucir su ignorancia, la impropiedad de su lenguaje y la estrechez de sus ideas. Si el pintor le enseñaba a su esposa los bocetos de sus más bellas composiciones, oíale exclamar, como el tío Guillaume lo habría hecho: ¡Oh, qué bonito! Su admiración sin entusiasmo no procedía de ningún sentimiento consciente, sino de la creencia en el amor por su palabra. Lo único sublime que ella conocía era lo sublime del corazón. Finalmente, no pudo nrgarse Teodoro a la evidencia de una verdad cruel: su mujer no era sensible a la poesía, no habitaba en su esfera, no le seguía en todos sus caprichos, en sus improvisaciones, en sus alegrías, en sus dolores; caminaba a ras de tierra por el mundo real, en tanto él tenía la cabeza en los cielos. No pueden los espíritus vulgares apreciar los sufrimientos, siempre renacientes, del ser que, unido a otro por el más íntimo de todos los sentimientos, vese obligado a arrumbar continuamente las más caras expansiones de su pensamiento y reintegrar en la nada esas imágenes que una potencia mágica les fuerza a crear. Tal suplicio se le hace tanto más cruel, cuanto que el sentimiento que abriga hacia su compañera le impone como primera ley la de no ocultarse el uno al otro lo más insignificante y confundir las efusiones del pensamiento, igual que las expansiones del alma. No se engañan impunemente las voluntades de la Naturaleza, pues esta es inexorable como la Necesidad, que, por cierto, es una suerte de naturaleza social. Adoptó su rostro una nueva expresión. La melancolía vertió en sus facciones la dulzura de la resignación y la palidez de un amor desdeñado. La ligereza de espíritu y las gracias de la conversación son ya un don natural, ya el fruto de una educación comenzada en la cuna. Llegó incluso a disgustarle la fidelidad de Agustina a aquel marido infiel, que parecía inducirla a cometer yerros, tildando de insensibilidad su virtud. Intentó en vano Agustina abdicar su razón, doblegarse a los caprichos y fantasías de su marido y consagrarse al egoísmo de su vanidad, pero no recogió el fruto de tales sacrificios. Acaso ambos hubiesen dejado pasar ese momento en que las almas pueden comprenderse.
Retirose de allí Agustina comprendiendo la imposibilidad de conseguir que los espíritus débiles juzgasen debidamente a los hombres superiores. Sacó la enseñanza de que una mujer debía ocultarle a todo el mundo, incluso a sus padres, desventuras para las que tan difícil es encontrar simpatías. Las borrascas y sufrimientos de las esferas elevadas sólo pueden apreciarlas los nobles espíritus que moran en ellas.¡Ay! ¿Será verdad —se dijo— que un corazón amante e ingenuo no le basta a un artista y que, para equilibrar el peso de esas almas fuertes, hay que unirlas a almas femeninas cuyo poder sea semejante al suyo? Si a mi me hubiesen educado como a esta sirena, por lo menos habría luchado con ella, llegada la ocasión, con armas iguales. [Pidió consejo a su rival, una] artificiosa duquesa que era demasiado ávida de homenajes para no tener un corazón exento de piedad.
—Pero ¡qué niña es usted, querida! —dijo la duquesa, que, seducida por la novedad de aquella escena y enternecida a su pesar por aquel homenaje que le tributaba la más perfecta virtud que quizá hubiese en París.
¡No está en mi mano el no sentir! ¿Cómo es posible, sin pasar por mil muertes, ver opaca, descolorida, indiferente, una cara que en otro tiempo irradiaba amor y alegría? ¡Ah, yo no puedo mandar en mi corazón! ¿No sabe usted que cuando más amamos menos debemos dejarle ver a un hombre, y sobre todo a un marido, todo el alcance de nuestra pasión? Siempre el que más ama es el tiranizado y, lo que es peor, el que tarde o temprano se ve abandonado. ¡Singular efecto de las falsas situaciones a que nos lanzan los menores desaciertos que cometemos en la vida! Semejaba entonces Agustina un pastor de los Alpes sorprendido por un alud; que vacile o preste oídos a los gritos de sus compañeros, es lo más probable que sucumba. En esas grandes crisis el corazón se quiebra o se vuelve de bronce.
Cierto poeta, amigo de aquella tímida criatura, veía, en las sencillas líneas de su epitafio, la escena final de un drama… no dejaba de pasar por delante de aquel mármol reciente y de preguntarse si no serían menester mujeres fuertes que aquella Agustina para los potentes brazos del genio. Las humildes y modestas flores que se abren en los valles —decíase el poeta— es posible que mueran cuando se las trasplanta demasiado cerca de los cielos, a esas regiones en que se forman las borrascas y en que calcina el sol…

Honoré de Balzac (La Comedia Humana, fragmento).

Ver: Eugenia Grandet  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/06/eugenia-grandet.html
Honoré de Balzac, la ambición devoradora de escribirlo todo  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/10/honore-de-balzac-la-ambicion-devoradora.html
La belleza inútil  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/la-belleza-inutil.html
Graziella, Alphonse De Lamartine  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/06/graziella-alphonse-de-lamartine.html
Espirita, Théophile Gautier http://vieliteraire.blogspot.mx/search/label/Espirita.%20Théophile%20Gautier