El aprendiz de Dios

«Hay ciertas cosas que la humanidad nunca debía conocer», y si existe alguna forma de escapar de la desafortunada posición de aprendices de Dios. En definitiva, si después de haber adquirido la inteligencia suficiente para desarrollar la tecnología avanzada de que disponemos, podremos tener además la sabiduría necesaria para hacer un buen uso de ella.


Relato sobre el mito de Frankenstein

Hemos aprendido mucho sobre el Universo y somos capaces de hacer cosas que parecerían magia a nuestros antepasados. Sin duda, si un cruzado del siglo XII apareciera en nuestro mundo sin previo aviso y viera los aviones a reacción, la televisión y las máquinas computerizadas, creería que todo aquello era brujería y, casi con toda probabilidad, magia negra; y se santiguaría mil veces para encomendar su alma a Dios y pedir su protección. Casi podemos llegar a convencernos de que hemos usurpado los poderes divinos de creación, o al menos los hemos tomado a préstamo para establecer nuestro propio dominio de la naturaleza; y del mismo modo que le ocurrió al aprendiz de brujo, somos lo bastante listos para utilizar esos poderes, pero no lo bastante sabios para controlarlos. Si miramos hoy el mundo que nos rodea, ¿no vemos acaso que la tecnología se ha hecho independiente de nosotros y, lenta pero inexorablemente, ha empezado a destruir el medio ambiente y la habitabilidad del planeta? Tal vez el ejemplo más claro del sueño de la humanidad de usurpar los poderes de Dios sea la creación de un ser humano artificial. En el relato bíblico de la Creación, el nacimiento de la humanidad constituye el remate de toda la historia. ¿Puede la humanidad creada dedicarse a continuación a crear por sí misma una humanidad subsidiaria? ¿No sería ése el ejemplo extremo del presuntuoso orgullo del aprendiz de Dios, y no merecería el hombre ser castigado por ello? Se han empleado varios términos para referirse a los seres humanos artificiales. Por ejemplo, autómata (que se mueve por sí mismo), homúnculo (ser humano pequeño), androide o humanoide (parecido al hombre). En 1921, el escritor checo Karel Chapek introdujo en su obra teatral R.U.R. el término robot, una palabra checa que significa «esclavo». Los dos términos que mayor difusión han tenido para designar a los seres humanos artificiales han sido, por encima de todos los demás, robot, y en segundo lugar, a considerable distancia, androide. En las historias modernas de ciencia-ficción, existe una diferencia entre los dos términos: se llama robot al ser humano artificial construido en metal, en tanto que androide es el fabricado con una sustancia orgánica que tiene la apariencia externa de la carne y de la sangre. Curiosamente, en R.U.R., el drama en el que Chapek acuñó la voz robot, los seres humanos artificiales así llamados eran, de hecho, androides.
Pero, a despecho de la incomodidad que sentimos los humanos ante el hecho de la creación de otros seres humanos artificiales (los viejos relatos de ciencia-ficción solían afirmar: «existen cosas que los humanos no deben conocer»), el sueño de una creación de ese género es tan antiguo como la literatura.
En la Ilíada se describe cómo el dios herrero de los griegos, Hefesto, tenía unas muchachas de oro que le ayudaban en su trabajo, podían desplazarse a voluntad y tenían inteligencia. Robots perfectos.
También en la isla de Creta se suponía que existía un gigante de bronce, Talos, que daba vueltas sin cesar por las costas de la isla, dispuesto a combatir contra cualquier enemigo que se aproximara a ella. En este caso, Talos era seguramente una metáfora para designar a la flota cretense (la primera que el mundo conoció), cuyos guerreros armados con espadas de bronce protegían la isla de los invasores.
Esos robots míticos eran creaciones divinas y podían ser utilizados sin inconvenientes, tanto por los propios dioses como por los humanos, bajo la dirección de los dioses. Sin embargo, llegó un momento en que se empezó a hablar de humanos como creadores de una vida pseudohumana. En las leyendas judías se habla de robots llamados golems (término hebreo que significa «masa informe», para significar que no fueron formados con la precisión que cabe esperar de la creación divina). Los golems eran de arcilla y cobraban una especie de vida a la mención del Santo Nombre de Dios. El golem más famoso es el que se afirma que fabricó, hacia el año 1500, el rabí Judá Loew, en Praga. Como cabía esperar, se convirtió en un peligro, y hubo de ser destruido. Pero también el golem es una creación pseudodivina, bastante peligrosa pero aún no enteramente construida por el hombre. Mientras tanto, se iba desarrollando poco a poco una ciencia secular, y corrían rumores sobre alquimistas medievales que habían intentado crear vida sin ninguna clase de ayuda divina. El caso más famoso fue el de Alberto Magno, en el siglo XIII. Naturalmente, a pesar de los rumores, ninguno de ellos tuvo éxito. En 1771 se produjo un punto de inflexión. En ese año, el anatomista italiano Luigi Galvani experimentó con músculos extraídos de las ancas de ranas, por supuesto muertas, y descubrió que una corriente eléctrica podía hacer contraerse aquellos músculos muertos como si estuvieran dotados de vida. (Todavía hoy hablamos de que algo ha sido «galvanizado» cuando se pone súbitamente en acción a partir de un estado inerte.) La electricidad constituía aún una fuerza nueva, de propiedades desconocidas en buena parte, y fácilmente pudo creerse que en ella se encontraba la auténtica esencia de la vida. Empezó a parecer concebible que un cadáver, si se le infundía electricidad con la intensidad adecuada, pudiera revivir. Las investigaciones relativas a la electricidad se galvanizaron (dicho sea con perdón), y en 1800 el físico italiano Alessandro Volta inventó la primera batería química, el primer instrumento capaz de producir una corriente eléctrica continuada, y no tan sólo chispas ocasionales. La posibilidad de la creación de vida parecía más próxima que nunca. El poeta George Gordon (Lord Byron) se interesaba por las novedades científicas del momento, y conoció la existencia del fenómeno del galvanismo. Uno de sus mejores amigos era otro gran poeta lírico, Percy Bysshe Shelley, y los dos pasaron juntos una temporada en Suiza, en 1816, con otras personas. También les acompañaba la joven esposa de Shelley, recién casada con él tras la muerte (por suicidio) de la primera mujer del poeta Esa joven era Mary Wollstonecraft; su madre, que llevaba el mismo nombre, era una famosa feminista, y su padre, William Godwin, un filósofo y novelista. Mary Shelley, como solemos conocerla, tenía diecinueve años en aquella época. Una noche, en el curso de la conversación, Byron propuso que cada uno de ellos escribiera una especie de relato de fantasmas, sobre las bases que podía sugerir la «ciencia moderna». Lo que planteaba era que escribieran lo que hoy llamaríamos un «relato de ciencia-ficción». La propuesta no pasó adelante, salvo en el caso de Mary Shelley. Inspirada por la posibilidad de la creación de vida por medio de la electricidad, escribió Frankenstein, o el moderno Prometeo, que se publicó en 1818, cuando ella tenía veintiún años de edad. El título es significativo. En los mitos griegos no son los dioses olímpicos quienes crean a los humanos, sino Prometeo («el Previsor», una personificación de la inteligencia), un titán perteneciente a una generación de dioses más antiguos. Prometeo no sólo modelaba en barro a los seres humanos (como hace Dios en el libro del Génesis; porque en los tiempos de los viejos mitos, el barro era el material universal para la confección de la cerámica, y los dioses eran alfareros divinos) sino que introdujo en la humanidad el fuego del Sol, inaugurando de ese modo la tecnología. El protagonista de Frankenstein era un científico suizo, Frankenstein, que aspiraba a ser un nuevo Prometeo y crear un nuevo género de seres vivientes por el procedimiento de galvanizar tejidos orgánicos muertos. Lo hizo, pero el resultado fue tan horripilante que abandonó a su destino al ser que había creado, y sólo se refería a él llamándole «el Monstruo». El Monstruo, indignado ante la crueldad de aquel trato, mató a Frankenstein y a toda su familia, y al terminar la novela huía hacia el misterioso Ártico. Es interesante destacar el aspecto «aprendiz de brujo» de la narración. Frankenstein podía crear la vida, pero no controlar su creación. Aunque no podemos estar seguros de lo que pensaba al respecto Mary Shelley, parece insinuarse una comparación con la Creación original. Dios creó la humanidad, pero sin duda ha perdido el control de sus criaturas, porque éstas pecan de modo incesante. Puede parecer incluso que Dios se ha desentendido de la Creación, disgustado con nosotros, y nos ha dejado abandonados a nuestro sino.

Isaac Asimov

Ver: Hervas, el sabio  http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/03/hervas-el-sabio.html
De las artes imitables  http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/02/de-las-artes-imitables.html
El libro, un mundo espiritual  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/03/el-libro-un-mundo-espiritual.html
Lo artificial y sus incitaciones desconocidas  http://vieliteraire.blogspot.mx/2015/10/lo-artificial-y-sus-incitaciones.html