-Sí -dijo Antonia-, no es la sangre lo que hace la familia, es el alma.
Todas las flores son hermanas por el perfume,
todos los artistas son hermanos por el arte.
Mientras le seguía, Hoffmann lo examinaba y grababa en su mente uno de esos fantásticos y maravillosos retratos de los que nos ha dado en sus obras una galería tan completa.
El rostro del viejo era entusiasta, fino y espiritual a un tiempo, recubierto por una piel apergaminada, moteada de rojo y negro como una página de canto llano. En medio de aquella extraña cara brillaban dos ojos vivos de los que podía apreciarse mejor la mirada aguda, precisamente porque las gafas que llevaba, y que no se quitaba nunca, ni siquiera en su sueño, estaban constantemente alzadas sobre su frente o bajadas sobre la punta de su nariz. Sólo cuando tocaba el violín, al levantar la cabeza y al mirar a distancia, terminaba por utilizar aquel pequeño mueble que parecía ser en él un objeto de lujo que de necesidad.Su cabeza era calva y estaba constantemente abrigada por una gorra negra, que se había convertido en parte inherente de su persona. Día y noche, maese Gottlieb se presentaba ante sus visitantes con su gorra. Cuando salía de casa se contentaba con poner encima una pequeña peluca a lo Jean-Jacques. De suerte que la gorra se encontraba cogida entre el cráneo y la peluca. También hay que decir que maese Gottlieb no se inquietaba para nada de la porción de terciopelo que aparecía bajo sus falsos cabellos, que tenían más afinidad con el gorro que con la cabeza y acompañaban al sombrero en su excursión aérea siempre que maese Gottlieb saludaba.
Hoffmann miró a su alrededor pero no vio a nadie. Siguió, pues, a maese Gottlieb donde maese Gottlieb, que como hemos dicho iba delante, quiso llevarle.
Maese Gottlieb se detuvo en un gran gabinete lleno de partituras amontonadas y de hojas de música volanderas; encima de una mesa había diez o doce cajas más o menos ordenadas, todas las cuales tenían esa forma con la que un músico no se equivoca, es decir, la forma de un estuche de violín.
Por el momento, maese Gotdieb estaba disponiendo para el teatro de Mannheim, en el que quería hacer un ensayo de música italiana, el Matrimonio segreto de Cimarosa.
Por su cintura había pasado, o mejor estaba mantenido por el bolsillo abotonado de sus pantalones, un arco, como el sable de Arlequín; detrás de su oreja se erguía orgullosamente una pluma, y sus dedos estaban manchados de tinta.
Con esos dedos manchados de tinta cogió la carta que le presentaba Hoffmann; luego, lanzando una ojeada sobre las señas y reconociendo la escritura, dijo:
-¡Ah, Zacharías Werner, poeta, poeta, pero jugador! -luego, como si la cualidad corrigiese algo el defecto, añadió-: ¡Jugador, jugador, pero poeta! Luego abrió la carta.
-Se ha ido, ¿verdad? ¡Se ha ido!
-Se va, señor, en este mismo momento.
-Dios le guíe -añadió Gottlieb alzando los ojos al cielo como para recomendar su amigo a Dios-. Pero ha hecho bien en partir. Los viajes forjan la juventud, y si yo no hubiera viajado no conocería al inmortal Pasiello ni al divino Cimarosa.
-Pero no por esto conocerá usted peor sus obras, maese Gottlieb -dijo Hoffmann.
-Oh, sus obras, desde luego; pero, ¿qué supone conocer la obra sin el artista? Es lo mismo que conocer el alma sin el cuerpo; la obra es el espectro, es la aparición; la obra es lo que queda de nosotros después de nuestra muerte. Pero el cuerpo es lo que ha vivido: nunca podrá comprender por entero la obra de un hombre si no ha conocido al hombre mismo. Hoffmann hizo una señal con la cabeza.
-Es cierto -dijo-, y nunca he apreciado completamente a Mozart sino después de haber visto a Mozart.
-Sí, sí -dijo Gottlieb-, Mozart tiene cosas buenas; pero, ¿por qué tiene cosas buenas? Porque viajó a Italia. La música alemana, joven, es la música de los hombres; pero recuerde bien esto, la música italiana es la música de los dioses.
-Sin embargo -contestó Hoffmann sonriendo-, no es en Italia donde Mozart escribió Las bodas de Fígaro y Don Juan, puesto que lo uno lo escribió en Viena para el emperador, y lo otro en Praga para el teatro italiano.
-Es cierto, joven, es cierto, y me gusta ver en usted ese espíritu nacional que le hace defender a Mozart. Sí, desde luego, si el pobre diablo hubiera vivido y hubiera hecho uno o dos viajes a Italia, habría sido un maestro, un grandísimo maestro. Pero ese Don Juan del que usted habla, ese Matrimonio de Fígaro de que usted habla, ¿sobre qué los hizo? Sobre los libretti italianos, sobre letras italianas, bajo un reflejo de sol de Bolonia, de Roma o de Nápoles. Créame, joven, ese sol hay que haberlo visto, hay que haberlo sentido para apreciar su valor. Mire, yo dejé Italia hace cuatro años; desde hace cuatro años estoy helado, excepto cuando pienso en Italia; el pensamiento sólo me reanima; no necesito capa cuando pienso en Italia; no necesito traje, no necesito siquiera gorra. El recuerdo me reaviva: ¡Oh, música de Bolonia! ¡Oh, sol de Nápoles! ¡Oh...!
Y el rostro del viejo expresó por un momento una beatitud suprema y todo su cuerpo pareció estremecerse por un goce infinito, como si los torrentes del sol meridional, inundando aún su cabeza, corriesen desde su frente calva hasta sus hombros, y de sus hombros a toda su persona.
Hoffmann se guardó mucho de sacarle de su éxtasis, porque lo aprovechó para mirar a su alrededor, esperando ver a Antonia. Pero las puertas estaban cerradas, y no se oía ningún ruido detrás de ninguna de aquellas puertas que denunciase la presencia de un ser vivo.
Tuvo, pues, que volver a maese Gottlieb, cuyo éxtasis iba calmándose poco a poco, y que terminó por salir de él con una especie de temblor.
-¡Brrrrr!, joven, ¿qué decía usted? Hoffmann vibró.
-Digo, maese Gottlieb, que vengo de parte de m¡ amigo Zacharías Werner, que me ha hablado de su bondad con los jóvenes, y como soy músico... -¡Ah, es usted músico!
Y Gottlieb se enderezó, levantó la cabeza, la echó hacia atrás, y a través de sus gafas, puestas momentáneamente en los últimos confines de su nariz, miró a Hoffmann.
-Sí, sí -añadió-, cabeza de músico, frente de músico, ojo de músico. ¿Qué es usted? ¿Compositor o instrumentista?
-Lo uno y lo otro, maese Gottlieb.
-¡Lo uno y lo otro! -dijo maese Gottlieb. Lo uno y lo otro. Estos jóvenes no tienen miedo a nada. Se necesitaría toda la vida de un hombre, de dos hombres, de tres hombres sólo para ser lo uno o lo otro, y ellos son lo uno y lo otro.
Y giró sobre sí mismo, levantando los brazos al cielo, con aire de hundir en el piso el sacacorchos de su pierna derecha.
Luego, terminó la pirueta deteniéndose ante Hoffmann:
-Veamos, joven presuntuoso, ¿qué has hecho en composición?
-Pues sonatas, cantos sagrados, quintetos. -¡Sonatas después de Juan Sebastián Bach! ¡Cantos sagrados después de Pergolese! ¡Quintetti después de Francisco José Haydn! ¡Ah, juventud, juventud! Luego, con un sentimiento de profunda piedad, continuó:
-Y como instrumentista, como instrumentista, ¿qué instrumento toca?
-Todos poco más o menos, desde el rabel hasta el clavecín, desde la viola de amor hasta la tiorba; pero el instrumento del que más me he ocupado ha sido el violín.
-En verdad-dijo maese Gottlieb con aire burlón-, ¿de veras le ha hecho ese honor al violín? ¡Qué suerte para él, pobre violín! Pero, desventurado -añadió volviéndose hacia Hoffmann, saltando sobre una sola pierna para ir más deprisa-, ¿sabes lo que es el violín? ¡El violín! -y maese Gottlieb balanceó su cuerpo sobre esa única pierna de que hemos hablado, dejando la otra en el aire como una grulla-. ¡El violín! Pero si es el más difícil de todos los instrumentos. El violín fue inventado por el mismísimo Satán para condenar al hombre, cuando Satán acabó con sus invenciones. Con el violín, Satán ha perdido a más almas que con los siete pecados capitales juntos. Sólo el inmortal Tartini, Tartini, mi maestro, mi héroe, mi dios, sólo él alcanzó la perfección en el violín; pero sólo él sabe lo que le ha costado en este mundo y en el otro por haber tocado toda una noche con el violín del mismo diablo, y por haberse quedado con su arco. ¡Oh, el violín! ¿Sabes, desgraciado profanador, que ese instrumento oculta bajo su sencillez casi miserable los tesoros más inagotables de armonía que le sea posible al hombre beber en la copa de los dioses? ¿Has estudiado esa madera, esas cuerdas, ese arco, esa crin, sobre todo esa crin? ¿Esperas reunir, juntar, domar bajo tus dedos ese conjunto maravilloso, que desde hace dos siglos se resiste a los esfuerzos de los más sabios, que se queja, que gime, que se lamenta bajo sus dedos, y que nunca ha cantado más que bajo los dedos del inmortal Tartini, mi maestro? Cuando cogiste un violín por primera vez pensaste bien lo que hacías, joven. Pero tú no eres el primero -añadió maese Gottlieb con un suspiro sacado de lo más profundo de sus entrañas-, ni serás el último a quien el violín haya perdido; ¡violín, tentador eterno! Otros distintos a ti también creyeron en su vocación, y perdieron su vida siendo unos rascatripas, y tú vas a aumentar el número de estos desventurados, tan numerosos, tan inútiles a la sociedad, tan insoportables a sus semejantes.
Luego, de pronto, y sin transición alguna, cogiendo un violín y un arco como un maestro de esgrima coge dos floretes, y presentándolos a Hoffmann, dijo con aire de desafío.
-Muy bien, tócame algo; vamos, toca, y te diré dónde estás y, si todavía hay tiempo para que te apartes del precipicio, te libraré de él como he librado de él al pobre Zacharías Werner. También él tocaba el violín; lo tocaba con furor, con rabia. Soñaba con milagros, pero yo le abrí la inteligencia. Rompió su violín en trozos, y lo quemó. Luego le puse un bajo entre las manos, y eso acabó de calmarle. Ahí, en el bajo, había sitio para sus largos dedos delgados. Al principio, le hacía trabajar diez horas por día, y ahora, ahora toca lo bastante bien el bajo para festejar el cumpleaños de su tío, mientras que el violín no lo habría tocado bien más que para felicitar por su cumpleaños al diablo. Vamos, vamos, joven, aquí tienes un violín, muéstrame lo que sabes hacer. Hoffmann cogió el violín y lo examinó.
-Sí, sí -dijo maese Gottlieb-, examinas de quién es, como el entendido olfatea el vino que va a beber. Pellizca una cuerda, una sola y si tu oído no te dice el nombre de quien hizo ese violín, no eres digno de tocarlo.
Hoffmann pellizcó una cuerda, que devolvió un sonido vibrante, prolongado, estremecedor.
-Es un Antonio Stradivarius.
-Vamos, no está mal; pero de qué época de la vida de Stradivarius. Vamos por partes, hizo muchos violines entre mil seiscientos noventa y ocho y mil setecientos veintiocho.
-En cuanto a eso -dijo Hoffmann-, confieso mi ignorancia, y me parece imposible...
-¡Imposible, blasfemo! ¡Imposible! Es como si me dijeras, desgraciado, que es imposible reconocer la edad del vino saboreándolo. Escucha bien: tan cierto como que hoy estamos a diez de mayo de mil setecientos noventa y tres, que este violín fue hecho durante el viaje que el inmortal Antonio hizo de Cremona a Mantua en mil setecientos cinco, y donde dejó su taller a su primer alumno. Mira, no me preocupa decirte que ese Stradivarius es de tercer orden; pero temo que sea demasiado bueno todavía para un pobre escolar como tú. Adelante, adelante.
Hoffmann se echó al hombro el violín, y, no sin un vivo estremecimiento de corazón, comenzó unas variaciones sobre el tema de Don Juan:
La ci darem' la mano.
Maese Gottlieb estaba de pie junto a Hoffmann, llevando el compás a un tiempo con la cabeza y con la punta del pie de su pierna torcida. A medida que Hoffmann tocaba, su rostro se animaba, brillaban sus ojos, su mandíbula superior se mordía el labio inferior, y a ambos lados de ese labio aplastado, salían dos dientes, que en la posición normal estaban ocultos, pero que en aquel momento parecían dos defensas de jabalí. En fin, un allegro del que Hoffmann salió con bastante vigor, le mereció de parte de maese Gottlieb un movimiento de cabeza que se parecía a un signo de aprobación.
Hoffmann terminó con un desmangue que él creía de los más brillantes pero que, lejos de satisfacer al viejo músico, provocó en él una mueca horrible.
Sin embargo, su cara fue serenándose poco a poco y, dando una palmada en el hombro del joven, dijo: Vamos, vamos, está menos mal de lo que pensaba; cuando hayas olvidado todo lo que has aprendido, cuando ya no hagas esos saltos de moda, cuando te ahorres esos rasgos que brincan y esos desmangues chillones, haremos algo de ti.
Este elogio de parte de un hombre tan difícil como el viejo músico encantó a Hoffmann, pues no olvidaba, por más sumido que estuviera en el océano musical, que maese Gottlieb era el padre de la bella Antonia.
Por eso, recogiendo las palabras que acababan de salir de la boca del viejo, preguntó:
-¿Y quién se encargará de hacer algo de mí? ¿Será usted, maese Gottlieb?
-¿Por qué no, joven? ¿Por qué no si quieres hacer caso al viejo Murr?
-Le haré caso, maestro, todo cuanto usted quiera. -Oh -murmuró el viejo con melancolía, porque su mirada se volvía hacia el pasado, porque su memoria se remontaba a remotos años-, es que he conocido tantos virtuosos. Conocí a Corelli, cierto que por tradición; fue él quien abrió la ruta, quien desbrozó el camino; hay que tocar a la manera de Tartini o renunciar. Él fue el primero que adivinó que el violín era, si no un dios, al menos el templo de donde un dios podía salir. Después de él viene Pugnani, violín pasable, inteligente, pero blanco, demasiado blanco, sobre todo en ciertos appoggiament~ luego Germiani, vigoroso, pero vigoroso por arranques, sin transición; estuve en París para verle lo mismo que tú quieres ir a París para ver la ópera: un maniaco, amigo mío, un sonámbulo, amigo mío, un hombre que gesticulaba mientras soñaba, que entendía bastante bien el tempo rebato, fatal tempo rebato que mata mas instrumentistas que la viruela, que la fiebre amarilla, que la peste. Entonces yo le toqué mis sonatas a la manera del inmortal Tartini, mi maestro, y él confesó su error. Por desgracia, el alumno estaba hundido hasta el cuello en su método. Tenía setenta y un años el pobre muchacho. Cuarenta años antes le hubiera salvado, como a Giardini; a éste le cogí a tiempo, pero por desgracia era incorregible; el diablo en persona se había apoderado de su mano izquierda, y entonces él echaba a correr, corría, corría a tal velocidad que su mano derecha no podía seguirle. Eran extravagancias, saltos, pasos para provocar el baile de San Vito en un holandés. Por eso, cierto día que en presencia de Jomelli echaba a perder un trozo magnífico, el buen Jomelli, que era la mejor persona del mundo, le soltó una bofetada tan fuerte que Giardini tuvo la mejilla hinchada durante un mes, y Jomelli la muñeca lastimada durante tres semanas. Es como Lulli, un loco, un verdadero loco, un volatinero, un saltador de saltos peligrosos, un equilibrista sin balancín al que deberían poner en la mano un balancín en lugar de un arco. ¡Ay, ay, ay! -exclamó dolorosamente el viejo-, lo digo con desesperación profunda, con Tardini y conmigo se apagará el hermoso arte de tocar el violín; ese arte con el que el maestro de todos nosotros, Orfeo, atraía a los animales, removía las piedras y construía las ciudades. En lugar de construir, como el violín divino, nosotros demolemos, como las trompetas malditas. Si los franceses entran alguna vez en Alemania, no tendrán que derribar las murallas de Philippsbourg, que tantas veces han sitiado, bastará con que hagan ejecutar, por cuatro violines que yo me sé, un concierto ante sus puertas.
El viejo recuperó el aliento y añadió en tono más suave.
-Sé que está Viotti, uno de mis alumnos, un muchacho lleno de buenas disposiciones, pero impaciente, desvergonzado, sin regla. En cuanto a Giarnowicki, es un fatuo y un ignorante, y lo primero que he dicho a mi buena Lisbeth era que, si alguna vez oía ese nombre pronunciado a mi puerta, la cerrase con rabia. Hace treinta años que Lisbeth está conmigo, y se lo prometo, joven, despido a Lisbeth si deja entrar en mi casa a Giarnowicki; un sármata, que se ha permitido hablar mal del maestro de los maestros, del inmortal Tartini. Oh, al que me traiga la cabeza de Giarnowicki le prometo todas las lecciones y consejos que quiera. En cuanto a ti, muchacho -continuó el viejo volviéndose a Hoffmann-, en cuanto a ti, no eres muy bueno, es cierto; pero Rode y Kreutzer, alumnos míos, no eran mejores que tú; en cuanto a ti, decía yo que, viniendo a buscar a maese Gottlieb, que, al venir recomendado por un hombre que le conoce y que le aprecia, por ese loco de Zacharías Werner, demuestras que hay en ese pecho un corazón de artista. Por eso, ahora no es un Antonio Stradivarius lo que quiero poner entre tus manos; no, no es siquiera un Gramulo, ese viejo maestro que el inmortal Tartini estimaba tanto que no tocaba nunca más que sobre Gramulo; no, es sobre un Antonio Amati, sobre el antecesor, sobre el antepasado, sobre el tronco primero de todos los violines que se han hecho, sobre el instrumento que será la dote de mi hija Antonia, donde quiero oírte. Es el arco de Ulises, mira, y quien pueda armar el arco de Ulises es digno de Penélope.
Y entonces el viejo abrió la caja de terciopelo toda ribeteada de oro, y sacó un violín como nunca parecía que hubiera podido haber violines, y como Hoffmann sólo recordaba haber visto en los conciertos fantásticos de sus tíos y tías.
Luego se inclinó sobre el instrumento venerable, y presentándoselo a Hoffmann, le dijo:
-Toma, y trata de no ser demasiado indigno de él. Hoffmann se inclinó, cogió el instrumento con respeto, y comenzó a ejecutar un viejo estudio de Juan Sebastián Bach.
-¡Bach, Bach! -murmuró Gottlieb-, pase todavía para el órgano, pero no entendía nada de violín. Da igual.
Al primer sonido que Hoffmann había sacado del instrumento, había temblado porque el eminente músico comprendía qué tesoro de armonía se acababa de poner entre sus manos.
El arco, semejante a un arco de flechas, porque se curvaba, permitía al instrumentista abarcar las cuatro cuerdas a la vez, y la última de las cuerdas se elevaba a tonos celestiales tan maravillosos que Hoffmann nunca había podido soñar que un son tan divino se despertase bajo mano humana.
Mientras tanto, el viejo estaba a su lado, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos parpadeantes, diciendo por todo aliento:
-No está mal, joven, no está mal; la mano derecha. ¡La mano derecha! La mano izquierda no es más que el movimiento, la derecha es el alma. ¡Vamos, alma! ¡Alma!
Hoffmann se daba cuenta de que el viejo Gottlieb tenía razón y comprendía, como le había dicho en la primera prueba, que había que olvidar todo lo que había aprendido; y, mediante una transición insensible, aunque sostenida y creciente, pasaba del pianissimo al fortissimo, de la caricia a la amenaza, del relámpago al rayo, y se perdía en un torrente de armonía que levantaba como una nube, y que dejaba caer en cascadas murmurantes, en perlas líquidas, en polvo húmedo, y estaba bajo la influencia de una situación nueva, de un estado rayado en el éxtasis, cuando de pronto su mano izquierda se abatió sobre las cuerdas, el arco murió en su mano, el violín descendió hasta su pecho y sus ojos se volvieron fijos y ardientes.
La puerta acababa de abrirse, y, en el espejo ante el que tocaba, Hoffmann había visto aparecer, semejante a una sombra evocada por una armonía celeste, a la bella Antonia, con la boca entreabierta, el pecho jadeante, los ojos húmedos.
Hoffmann lanzó un grito de placer, y maese Gottlieb apenas si tuvo tiempo para coger el venerable Antonio Amati que se escapaba de la mano del joven instrumentista.
Antonia le había parecido mil veces más bella a Hoffmann, en el momento en que la había visto abrir la puerta y franquear el umbral que en el momento en que la había visto descender las escalinatas de la iglesia.
Y es que, en el espejo en que la joven acababa de reflejar su imagen y que estaba sólo a dos pasos de Hoffmann, había podido restablecer con una sola mirada todas las bellezas que su le habían escapado a la distancia.
Antonia apenas tenía diecisiete años; era de estatura mediana, más alta que baja, pero tan delgada sin flacura, tan flexible sin debilidad, que todas las comparaciones del lirio balanceándose sobre su tallo, de palmera curvándose al viento, hubieran sido insuficientes para pintar aquella morbidezza italiana, única palabra de la lengua que expresaba aproximadamente la idea de dulce languidez que se despertaba al verla. Su madre era, como Julieta, una de las flores más hermosas de la primavera de Verona, y se encontraban en Antonia, no fundidas, sino contrastadas: eso es lo que hacía el encanto de aquella joven, las bellezas de las dos razas que se disputan la palma de la hermosura. Así, con la finura de piel de las mujeres del norte, tenía la calidad mate de piel de las mujeres del sur; así, sus cabellos rubios, espesos y ligeros a la vez, flotando al menor viento, como un vapor dorado, sombreaban unos ojos y unas cejas de terciopelo negro. Luego, cosa singular, era sobre todo en su voz donde la mezcla armoniosa de dos lenguas se hacía sensible. Por eso, cuando Antonia hablaba alemán, la dulzura de la hermosa lengua en que, como dice Dante, resuena el sí, venía a suavizar la rudeza del acento germánico, mientras que, al contrario, cuando hablaba italiano, la lengua demasiado blanda de Metastasio y de Goldoni, adoptaba una firmeza que le daba la poderosa acentuación de la lengua de Schiller y de Goethe.Pero no era sólo en lo físico donde se ponía de relieve esa fusión; Antonia era, en lo moral, un tipo maravilloso y raro de lo que pueden reunir de poesía opuesta el sol de Italia y las brumas de Alemania. Se hubiera dicho a la vez una musa y un hada, la Lorelei de la balada y la Beatriz de la Divina Comedia.
Y es que Antonia, la artista por excelencia, era hija única de una gran artista. Su madre, acostumbrada a la música italiana, se había batido un día, cuerpo a cuerpo, con la música alemana. Le había caído entre las manos la partitura del Alcestes de Gluck, y había logrado de su marido, maese Gottlieb, que tradujera el poema italiano, y, una vez traducido a italiano, había ido a cantarlo a Viena; pero había medido mal sus fuerzas, o mejor dicho, la admirable cantante no conocía la medida de su sensibilidad. A la tercera representación de la ópera, que había tenido el mayor de los éxitos, en el admirable solo de Alcestes,
Divinidades de la Estigia, ministros de la muerte, No invocaré vuestra piedad real
Rapto un tierno esposo a su funesto destino., Pero os entrego una esposa fiel.
Cuando alcanzó el re, que dio a pleno pulmón, palideció, vaciló y se desmayó; un vaso se había roto en aquel pecho generoso: el sacrificio a los dioses infernales se había cumplido en realidad: la madre de Antonia estaba muerta.
El pobre maese Gottlieb dirigía la orquesta; desde su pupitre, vio vacilar, palidecer y caer a la que amaba por encima de todo; es mas, oyó quebrarse en su pecho aquella fibra de la que dependía su vida y lanzó un grito terrible que se mezcló al último suspiro de la virtuosa.
De ahí venía tal vez el odio de maese Gottlieb por los maestros alemanes; era el caballero Gluck el que, inocentemente, había matado a su Teresa, pero no por ello deseaba la muerte al caballero Gluck, por ese dolor profundo que había sentido, y que sólo se había calmado a medida que había vuelto hacia Antonia, que crecía, todo el amor que sentía por su mujer.
Ahora, a sus diecisiete años, la joven había llegado a convertirse en todo para el viejo; vivía por Antonia, respiraba por Antonia. Nunca la idea de la muerte de Antonia se había presentado a su ánimo; pues, si se hubiera presentado, se habría preocupado muy poco, dado que nunca se le había ocurrido que él pudiera sobrevivir a Antonia.
Así pues, maese Gottlieb no vio con un sentimiento menos entusiasta que el de Hoffmann, aunque ese sentimiento fuera de otra forma puro, aparecer a Antonia en el umbral de la puerta de su gabinete.
La joven avanzó lentamente; en sus párpados brillaban dos lágrimas; y dando tres pasos hacia Hoffmann, le tendió la mano.
Luego, con un acento de casta familiaridad, y como si hubiera conocido al joven desde hace diez años, dijo:
-Buenos días, hermano.
Desde el momento en que su hija había aparecido, maese Gottlieb había permanecido mudo e inmóvil; su alma, como siempre, había abandonado su cuerpo y, dando vueltas alrededor de ella, cantaba en los oídos de Antonia todas las melodías de amor y de bondad que canta el alma de un padre a la vista de su hija bienamada.
Había depositado, pues, su querido Antonio Amati sobre la mesa y, uniendo las manos como si estuviera ante la virgen, miraba venir a su hija.
En cuanto a Hoffmann, no sabía si estaba despierto o si soñaba, si estaba en la tierra o en el cielo, si era una mujer lo que se le acercaba, o un ángel que se le aparecía.
Por eso dio un paso hacia atrás cuando vio a Antonia acercársele y tenderle la mano llamándole hermano.
-¿Usted, mi hermana? -dijo con voz ahogada. -Sí -dijo Antonia-, no es la sangre lo que hace la familia, es el alma. Todas las flores son hermanas por el perfume, todos los artistas son hermanos por el arte. Nunca le he visto, es cierto, pero le conozco; su arco acaba de contarme su vida. Usted es poeta, un poco loco, pobre amigo. ¡Ay!, es esa chispa ardiente que Dios encierra en nuestra cabeza o en nuestro pecho lo que nos quema el cerebro o lo que nos consume el corazón.
Luego, volviéndose hacia maese Gottlieb: -Buenos días, padre -dijo-; ¿por qué no ha besado usted a su Antonia? Ah, ya comprendo, el Matrimonio segreto, el Stabat mater, Cimarosa, Perolese, Porpora. ¿Qué es Antonia al lado de esos grandes genios? Una pobre niña que le ama, pero que usted olvida por ellos.
-¡Yo olvidarte! -exclamó Gottlieb-, el viejo Murr olvidar a Antonia. El padre olvidar a su hija. ¿Por qué? Por unas malditas notas de música, por un conjunto de redondas y corcheas, de negras y de blancas, de sostenidos y bemoles. Pues sí. Mira cómo te olvido.
Y girando sobre su pierna torcida con una agilidad sorprendente, con su otra pierna y sus dos manos el viejo hizo volar las partes de orquestación del Matrimonio segreto, ya listas para ser distribuidas a los músicos de la orquesta.
-¡Padre, padre! -dijo Antonia.
-¡Al fuego, al fuego! -gritó maese Gottlieb-, al fuego, que quiero quemar todo esto; al fuego, quiero quemar a Pergolese. Fuego, que quemo a Cimarosa; fuego, que quemo a Passiello; fuego, que quemo mis Stradivarius, mis Gramulo; fuego, que quemo mi Antonio Amati. Mi hija, mi Antonia, ¿no ha dicho que prefiero cuerdas, madera y papel a mi carne y a mi sangre? ¡Fuego, fuego, fuego!
Y el viejo se agitaba como un loco y saltaba sobre su pierna como el Diablo Cojuelo, mientras movía sus brazos como si fueran aspas de molino de viento.
Antonia miraba aquella locura del viejo con esa dulce sonrisa de orgullo filial satisfecho. Sabía de sobra, ella, que nunca había sido coqueta más que con su padre, sabía de sobra que era omnipotente con el viejo, que su corazón era un reino en el que ella reinaba con soberanía absoluta. Por eso detuvo al viejo en medio de sus evoluciones, y, atrayéndolo hacia sí, depositó un simple beso sobre su frente.
El viejo lanzó un grito de alegría, cogió a la hija entre sus brazos, la levantó como hubiera hecho con un pájaro, y fue a abatirse, después de haber girado tres o cuatro veces sobre sí mismo, sobre un canapé, donde comenzó a acunarla como una madre hace con su hijo.
Al principio Hofmann había mirado a maese Gottlieb con espanto; luego, al verle lanzar las partituras al aire, al verle levantar a su hija entre los brazos, le había creído loco de atar. Pero ante la sonrisa tranquila de Antonia, se había tranquilizado en seguida, y recogiendo respetuosamente las partituras esparcidas, volvía a ponerlas sobre las mesas y sobre los pupitres a la vez que miraba con el rabillo del ojo aquel grupo extraño, en el que el viejo mismo tenía su poesía.
De pronto, algo dulce, algo suave, aéreo pasó por el aire, era un vapor, una melodía, algo mas divino todavía: era la voz de Antonia que con su fantasía de artista atacaba esa maravillosa composición de Stradella que había salvado la vida a su autor, el Pietà, Signore.
A las primeras vibraciones de aquella voz de ángel, Hofmann se quedó inmóvil, mientras el viejo Gottlieb, levantando suavemente a su hija por encima de sus rodillas, la depositaba, tumbada como estaba, sobre el canapé; luego, corriendo hacia su Antonio Amati, y acordando el acompañamiento con las palabras, comenzó a hacer pasar la armonía de su arco bajo el canto de Antonia y a sostenerlo como un ángel sostiene el alma que lleva al cielo.
La voz de Antonia era una voz de soprano, que poseía toda la extensión que la prodigalidad divina puede dar, no a una voz de mujer, sino a una voz de ángel. Antonia recorría cinco octavas y media; daba con la misma facilidad el contra-do, esa nota divina que parece no pertenecer sino a los conciertos celestes, y el do de la quinta octava de las notas bajas. Hoffmann no había oído nunca nada tan aterciopelado como sus cuatro primeros compases cantados sin acompañamiento, Pietà, Signore, di me dolente. Esa aspiración del alma sufriente hacia Dios, esa plegaria ardiente al Señor para que tenga piedad de ese sufrimiento que se lamenta, adquirían en la boca de Antonia un presentimiento de respeto divino que se parecía al terror. Por su parte, el acompañamiento, que había recibido la frase flotando entre el cielo y la tierra, que, por así decir, la había tomado entre sus brazos, después del la expirado, y que, piano, piano, repetía como un eco la queja, el acompañamiento era digno en todo de la voz que se lamentaba, y doloroso como ella. Decía no en italiano, ni tampoco en alemán ni francés, sino en esa lengua universal que se llama la música:
«Piedad, Señor, piedad de mí, desventurada. Piedad Señor, y si mi plegaria llega a ti, que el rigor se desarme y que tus miradas se vuelvan hacia mí menos severas y más clementes.»
Y mientras tanto, al seguir, al encajar la voz, el acompañamiento le dejaba toda su libertad, toda su amplitud; era una caricia y no un abrazo, un sostén y no una traba; y cuando al primer sforzando, es decir, cuando cansada por el esfuerzo, la voz volvió a caer como para tratar de subir al cielo, el acompañamiento pareció temer entonces pesarle como algo terrestre, y le abandonó casi en alas de la fe para no sostenerle más que en el mi becuadro; es decir, en el diminuendo, cuando, en el re y los dos fa, la voz se alzó como abatida sobre sí misma y, semejante a la madona de Canova, de rodillas, sentada sobre sus rodillas, y en la que todo se pliega, alma y cuerpo, postrados bajo la duda terrible de que la misericordia del Creador sea lo bastante grande para olvidar la falta de la criatura.
Luego, cuando con voz temblorosa continuó: «;Que nunca ocurra que yo sea condenada y precipitada en el fuego eterno de tu rigor, oh gran Dios>, entonces el acompañamiento se aventuró a mezclar su voz a la voz temblorosa que, entreviendo las llamas eternas, rogaba al Señor alejarla de ellas. Entonces el acompañamiento rogó por su lado, suplicó, gimió, subió con ella hasta el fa, bajó con ella hasta el do, acompañándola en su debilidad, sosteniéndola en su terror; luego, mientras jadeante y sin fuerza la voz moría en las profundidades del pecho de Antonia, el acompañamiento continuó sólo una vez apagada la voz, como, después de que el alma ha volado y ya está en camino del cielo, continúan murmurantes y lastimeras las plegarias de los supervivientes.
Entonces, a las súplicas del violín de maese Gottlieb comenzó a mezclarse una armonía inesperada, dulce y potente a la vez, casi celeste. Antonia se incorporó sobre su codo, maese Gottlieb se volvió a medias y permaneció con el arco suspendido sobre las cuerdas de su violín. Hoffmann, al principio aturdido, embriagado, en delirio, había comprendido que para los arrebatos de aquella alma se necesitaba un poco de esperanza, y que se rompería si un rayo divino no le mostraba el cielo; por eso se había lanzado hacia un órgano, había extendido sus diez dedos sobre las teclas estremecidas, y el órgano, lanzando un largo suspiro, acababa de mezclarse al violín de Gottlieb y a la voz de Antonia.
Entonces fue algo maravilloso esa vuelta del motivo Pietú, Signore, acompañado por esa voz de esperanza, en lugar de ser perseguido, como en la primera parte, por el terror; y cuando llena de fe tanto en su genio como en su plegaria, Antonia atacó con todo el vigor de su voz el fa del volgi, un estremecimiento pasó por las venas de Hoffmann que, aplastando al Antonio Amati bajo los torrentes de armonía que escapaban de su órgano, continuó la voz de Antonia después de que hubo expirado, y sobre las alas, ya no de un ángel sino de un huracán, pareció llevar el último suspiro de esa alma a los pies del Señor omnipotente y misericordioso.
Luego se hizo un momento de silencio; los tres se miraron y sus manos se unieron en un abrazo fraterno, igual que sus almas estaban unidas en una común armonía.
Y a partir de ese momento, no fue Antonia sólo la que llamó a Hoffmann su hermano, sino que el viejo Gottlieb Murr llamó a Hoffmann su hijo.
Alejandro Dumas (La mujer del collar de terciopelo, fragmento).
Ver: La obra maestra desconocida http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/04/la-obra-maestra-desconocida.html
El taratantaleo http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-taratantaleo.html
Agustina http://vieliteraire.blogspot.com/2012/04/agustina.html
Raphäel, Alphonse De Lamartine http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/06/raphael-alphonse-de-lamartine.html
Eugenia Grandet http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/06/eugenia-grandet.html
Teresa de Marsanne http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/teresa-de-marsanne.htmlLa belleza inútil https://vieliteraire.blogspot.com/2018/06/la-belleza-inutil-guy-de-maupassant.html