Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont

Tú que como una cuchillada entraste en mi triste pecho,
tú que, fuerte cual un rebaño de demonios, viniste,
a hacer tu lecho y tu dominio en mi espíritu humillado.
¡maldito seas, maldito!
Charles Baudelaire

Mientras que en Francia se erigía la elegante silueta de Baudelaire, con fuertes acentos simbolistas, como figura de esa renovada concepción del arte por el arte, en la lejana Montevideo corría el año de 1846 cuando nació Isidore Ducasse, hijo de un diplomático francés, quien daría vida ficticia al Conde de Lautréamont. Y, cuando en 1857 se publicaba en París un libro llamado Las Flores del Mal, el joven Ducasse presenciaba el vómito negro producto de la peste que azotaba la ciudad sudamericana, poco se sabe del reservado autor oculto tras el seudónimo.
¿Quién sabe nada de la verdad de esa vida sombría, pesadilla tal vez de algún triste ángel a quien martiriza en el empíreo el recuerdo del celeste Lucifer? Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico  y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura.
No aconsejaré yo a la juventud que se abreve en esas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones. No sería prudente a las espíritus jóvenes conversar mucho con esa hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. ¿Qué infernal cancerbero rabioso mordió a esa alma, allá en la religión del misterio, antes de que viniese a encarnarse en este mundo? Su libro es un brevario satánico, impregnado de malancolía y de tristeza. Con quien tiene puntos de contacto de contacto es con Edgar Poe: ambos tuvieron la visión de lo extranatural, ambos fueron perseguidos por los terribles espíritus enemigos, horlas funestas que arrastran al alcohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimentaron la atracción de las matemáticas, que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse a lo infinito.
Gracias a algunos documentos encontrados en polvorientos archivos y una supuesta foto del montevideano, conocemos que, con mirada taciturna y glauca piel, pasó sus años pueriles en Uruguay para luego dejar huella en la ciudad de Tarbes, en el sur de Francia, donde cursó estudios de liceo hacia 1859 y fue en 1865 cuando obtuvo su diploma de bachillerato en letras. Entre tanto, poco o casi nada relevante se sabe sobre su vida hasta que se instaló finalmente, después de un viaje a Sudamérica, por 1867, en un barrio de la rive droite de París que no dejaría hasta su muerte. En 1868 publicó, a cuenta propia, el primer canto del libro y sólo un año después serían impresos en Bruselas unos pocos ejemplares con los cinco cantos restantes que conforman la obra. Sin embargo, no verían la publicidad por miedo del editor a ser acusado de obscenidad y blasfemia: la censura a Las flores del mal de Baudelaire seguía agitando las conciencias razonables. El golpe fue duro para el Conde, quien escribe a los editores: “He cantado el mal como lo hicieron Mickiéwickz, Byron, Milton, Southey, Musset, Baudelaire, y otros. Naturalmente he exagerado la nota para innovar en tan sublime literatura que sólo canta la desesperación para oprimir al lector y hacer que desee el bien como remedio”. Es así como Ducasse suicida a Lautréamont para publicar, con su nombre real sus poemas en 1870 y morir poco más tarde, a la edad de veinticuatro, mientras que por las colinas de Montmartre sólo aúlla el viento que anuncia la inexorable Comuna de París. Hacia su muerte Lautréamont advirtió que no dejaría memorias y lo cumplió sin contemplaciones. Dado el misterio que envuelve la biografía del fantasmagórico poeta, la imaginación de los peritos ha suplido de manera notablemente prolífica la ausencia de testimonios fidedignos con extravagantes y arbitrarias conclusiones sobre su vida y obra. La lectura de Maldoror es un vértigo. Vértigo que parece el efecto de una aceleración de movimiento tal, que el círculo de fuego en cuyo centro nos encontramos  produce la impresión de un vacío en llamas o de una inerte y sombría plenitud. El Bien es lo pasivo y subordinado a la Razón. El Mal es lo activo naciente de la Energía, ya lo había advertido Blake, es decir, exaltar al diablo en oposición al Dios de los obedientes del Estado, la Iglesia o la Razón. Esta poética de la transformación da al texto la apariencia de una narración infinita en donde son desestabilizadas las estructuras en que se fundan las oposiciones más enraizadas del imaginario humano: la de dios en oposición al demonio, la de los hombres en oposición a dios, la de las bestias en oposición a los hombres. Aún el narrador está en continua metamorfosis: alternativamente sujeto y objeto de la voz narrativa, Maldoror se constituye en centro de este universo analógico en el cual los límites se desdibujan y las formas siempre mutantes se presentan como desvaríos de la percepción.
Los Cantos de Maldoror describen con precisión poética el devenir-animal que acontece sin pausa en eso que de modo impreciso podríamos llamar la experiencia de ser hombre. Y esta experiencia es, evidentemente, una experiencia del lenguaje (como lugar de la comunidad y de la soledad más radical, como poder y como impotencia, como reducto de la intimidad y como exterioridad absoluta). Lautréamont encuentra y escribe el fascinante resplandor del mal en el intento siempre fallido que su bestial Maldoror hace de una vivencia de lo humano. El Conde de Lautréamont también relata lo que atisba al sondear el cielo. El estilo de este texto es una suerte de tópico configurado con la divagada pasión de un demente. Los Cantos de Maldoror provocan sensaciones líricas, de resonancia casi épicas. La prosa de Lautréamont es exquisita, cargada de imágenes sugerentes y decadentistas, labrada cada palabra como si de un poema en verso se tratase. Esa belleza venenosa y maligna se personifica en Maldoror una creación fantástica y onírica, depositaria de toda la crueldad del ser humano y de toda su bondad: narrador a veces, personaje otras, siempre protagonista de las escenas que su descabellado creador teje para ilustrar el absurdo de la existencia humana. Posiblemente, Los Cantos de Maldoror se adelantaron a una época, al aparecer en la segunda mitad del siglo XIX, y deslumbran por su fuerza cognoscitiva entre el bien y el mal, en la que se debate y reside la actitud de un personaje como Maldoror, ermitaño, en ocasiones; guerrero contra las tinieblas, en otra; o buscador de tierras lejanas, pero héroe pagano, enaltecido e incomprendido. Lo que extraña raramente es su mirada de contemplar los hechos y afianzarse a ellos. No hay en él otra cosa que no sea dualidad.  Esa percepción de que está aquí y allá en vez de definirse en una atmósfera siempre dramática para su mundo, que late en todas las páginas y acciones que se describen. Maldoror no pertenece a una época —aun admitiendo que esta época exista— ni a un país, sino que forma parte, fluye, se arremolina, se remansa y ruge con ese inmenso soplo de la humanidad que brota, desde la mítica oscuridad de los tiempos, de aquella cumbre del Cáucaso en la que —dicen— sigue gimiendo el Titán encadenado.  La figura de ese Maldoror cruel y tímido, asesino de ángeles y vírgenes, pero también misericordioso con el sufrimiento, es una creación hermosa, delirante y grotesca, suma de todos los vicios y virtudes de la especie a la que dice pertenecer. Más allá de las interpretaciones cifradas que Lautréamont ideó, ese protagonista se revela como un nuevo dios, que crea vida no a hombres, sino a emociones, a pecados, a secretos, a deseos, a vergüenzas. Maldoror es la suciedad absoluta. El cuerpo habitado por los piojos, la lepra, los parásitos, los hongos, toda clase de pequeños escarbadores de la piel -límite corporal que separa interior y exterior. Los pies, unidos a la tierra, raíces que lo inmovilizan y llevan hasta su vientre la vegetación. Es necesario precisar que Maldoror no está invadido de alimañas, sino que es un conjunto de alimañas que han tomado el lugar de sus miembros; en un voto de rebeldía contra el Creador se ha metamorfoseado en ese monstruo pasivamente sufriente, en una exhibición obscena de lo perverso e inmundo de la naturaleza. Allí, y no en la interminable sucesión de actos malignos que trama y realiza, se encuentra su verdadera rebelión contra una moral que considera artificial y cínica. Simple exhibición de la naturaleza, su auto-descripción pone en funcionamiento toda la serie de desfiguraciones que constituyen su devenir imperceptible: ni planta ni carne, ni hombre ni bestia y, lo más horroroso: ni vivo ni muerto. El adolescente Mervyn, seducido por Maldoror, será inútilmente protegido por Dios y sus emisarios morfoseados en animales. Una última escena grandiosa lo ve proyectado desde la conocida Columna Vendôme hasta la cúpula del Panteón, donde todo es gobernado por angustias sentimentales. La figura de ese Maldoror cruel y tímido asesino, es algo que como lector nunca olvidarás. Sobre todo, porque es espejo y ejemplo del ser humano. Tan vil como misericordioso cuando el sufrimiento está presente. Hacer daño tiene el efecto de hacerse amar. La existencia es el extravío, pero un extravío que, como pediría Nietzsche, encuentra en sí mismo la fuerza para transcender los valores. La crueldad se hace santa si desobedece. Si desafía los mandatos de un Dios que nos tuerce hacia lo que desde la eternidad se considera bueno y santo, pero más que un personaje, estamos descubriendo un mundo cruel donde la justicia es imposible de hecho, pero, esa percepción no tiene una arista temporal que nos provoque un afianzamiento a un momento determinado, es como una explosión de ese momento, una explosión que va en busca del hombre y de esteriotipar sus ideas, y da un protagonismo en la búsqueda de la razón  del que se siente vencido y se llena de rencores y dudas contra todos, incluso contra sí mismo. El escritor establece pactos con lo convencionalmente tenido por sacrílego. A cada paso, el poeta levanta la prohibición. Transgrede, pero en sentido inverso a la transgresión divina. Hay, pues, en la naturaleza, o en nuestra propia animalidad, un anhelo que se diría espiritual: una voluntad sublime, un deseo de lo sublime. Reconocer nuestra animalidad, que involucra la crueldad, excluye por otra parte la malevolencia. Hay una malevolencia implícita en fabricar humanos a partir de espíritus animales. Es su ponzoña. Maldoror es un hijo de mujer que habría preferido ser hijo de la hembra del tiburón; así, al menos no tendría que justificarse. Pero eso es imposible. No es cuestión de fingir que se es un tiburón. Basta con afirmarse como un ser refractario a toda comunidad. El camino de retroceso a lo animal, a su crueldad inocente, pasa necesariamente por la afirmación de la soledad. El poeta habita un mundo despoblado de signos. Es el testigo de un profundo trastorno. Maldoror es la alabanza de esta violencia gracias a la cual el mundo se presenta en un torbellino que no significa nada. Un mundo que la cabeza no podría descifrar, que no podría nunca leer. El poeta sospecha que el infierno es benéfico para los hombres, pues los pone delante de un fin absoluto. Es decir, no hay absolutamente nada después de la muerte. ¿Qué es un hombre, a fin de cuentas, sino ese monstruo resultante de la derogación de la ley de la naturaleza? Un monstruo que impone respeto a la naturaleza.  El poeta no puede hacer otra cosa que perturbar el sueño de sus semejantes. Es errante, es aborrecido por todos, está afectado por una extraña locura. Está dotado de una crueldad extrema e instintiva. Lautréamont contraría esa educación que, por amor, se empeña en proporcionar al hombre, desde su infancia, una existencia apacible. Se le quiere invisibilizar, transformarlo en mago, en guerrero, en príncipe. El poema consiste en la negación puntual e implacable de la oración. Esta oración, siempre dirigida a lo alto, es la sede del mal. El poeta, y también el filósofo que no sucumbe al miedo o al desconsuelo, se define por una exigencia de verdad, así esta verdad no nos sea jamás propicia.
Hay en Lautréamont un sentido de laceración que también está presente en el personaje que nos identifica como cualquier tiempo, cualquier instante. Esa exploración a través de un hombre como Lautréamont nos pudiera salvar de ciertos naufragios, donde el surrealismo es la verdadera identidad de las páginas, vistas como aullidos y contradicciones, o como tormentas y personajes que no tienen mayor justificación que el hecho de estar presentes y formar toda una gran polémica conceptual sobre lo malsano, lo deshonesto y lacerante. La búsqueda de la oscuridad es la pasión del conde, y es que ese ambiente de veneno y mal cubrió todo el libro que en 1869, cuando aparece por primera vez, fue desaparecido casi en su totalidad y solo algunos de ellos llegaron hasta el escritor. No puedo dudar de que estos cantos pudieron haber sido, incluso, modificados o tergiversados antes de esa primera entrega, pues el drama del hombre es mucho más agudo en las páginas iniciales y tal parece que se hace cíclica la visión de esa temporada que, como Rimbaud, se nos ofrece como un paso también por el infierno. Y es que hay en él todas las contradicciones de la historia de la filosofía hasta ese siglo XIX, y esas verdades no hacen otra cosa que omitir la razón del hombre que vive su tiempo contra el mundo de la razón. La obra de Paul Verlaine, tendría que incluir a Lautréamont en ese espacio de lo maldito, de lo fantasmagórico que hace del hombre esas criaturas del poema donde la búsqueda ontológica es un posible indicio de existencia, un aullido, un aliento ante su enajenación, ante su autocrimen. Así, Isidore Ducasse se haya sollozando, irreverente frente a la penumbra. Hay en él ese personaje que cuelga en cada página, visto a contraluz, como si tuviera el lector una navaja en el cuello. En sentido general, fueron los propios surrealistas los que retomaron la obra con mayor fuerza y la sacaron de las constantes polémicas que sobre ella se desataban, en un tiempo en el cual la moral  y la voluntad de un ser supremo eran inatacables. En ese ambiente de desobediencia se inicia la protesta de Maldoror, desde una irreverencia recurrente que con un gran humor negro logra agredir al lector, sugestionarlo y provocarle su ira. Creo que es su mayor logro, incluso, por la que fue negada por generaciones. No era posible asumir ese mundo de tiranías y desenfrenos ante los ojos de Dios. Y es que el héroe de estas páginas convierte al mundo en un gran desierto del terror y de injusticia, y esteriotipa, por tanto, esa esencia del hombre que busca constantemente luchar contra lo divino en los límites de lo divino. Así, Maldoror nos provoca, en su condición de héroe negativo, su repugnancia por la condición humana, por la disciplina del hombre, y nos enaltece cuando comete las bestialidades más insospechadas. Ya no afirmaba el conde que su poesía estaba en función de atacar al hombre para buscar en el hombre las soluciones y alternativas de ese tiempo. Ducasse, así, majestuosamente, nos resuelve un diálogo con la búsqueda del ser dentro del ser, en un tiempo tan remoto en el cual el ser era solo visto, y así permitido, a través de Dios, de su trinidad divina. Sin embargo, el primer canto era la secuencia para su drama y para su encierro. Maldoror edifica allí un reino al que debían cantar para también honrar el héroe que canta de tiranía, de odio, de desamor. En esa búsqueda gnoseológica se debate quien dibuja la imagen más aberrante de su propio encierro. Quizás, en ese ir y venir de un continente a otro, va delineando un mundo tan absurdo como diabólico que lo empujaría a desentrañar al hombre, al irlo llevando por lugares tan fantasmagóricos; le pondría pruebas y lo atacaría siniestramente para que reconozca sus debilidades, su esencia humana.  Los Cantos de Maldoror no aceptan mediaciones externas, en sus páginas todo se juega entre el verbo y el lector, y es la irreverencia del personaje principal, la falta de fe, de no domesticación de la fe ante la imagen de Cristo y la identificación con el mal, el tormento como salvación, como fina ironía del mundo.
Hubo que esperar muchos años para que los surrealistas descubrieran la extraña hermosura de Los Cantos de Maldoror y lo convirtieran en un libro de culto extrayendo de él la concepción de belleza que animaría los objetivos de su movimiento artístico. Más que ninguna otra obra, Los Cantos revelan que la lectura, como quería Borges, es un acto de creación íntima y solitaria que sólo puede llevar a cabo el lector. Los fríos escalpelos de la crítica poco pueden hacer ante el colosal poema. Casi un siglo antes de que Gaston Bachelard o Maurice Blanchot se volcaran a escribir páginas sobre la obra, en el único y breve comentario que obtuvieron Los Cantos de Maldoror en el momento de su aparición, disfrazado, Alfred Sircos escribió: No nos introduciremos más en el examen de este libro. Es preciso leerlo para sentir la poderosa inspiración que lo anima, la sombría desesperación vertida en estas lúgubres páginas. Todo estaba dicho. En poesía, comprender no sirve de nada.
Más, Poe fué celeste, y Lautréamont infernal. Se trata de un loco, ciertamente. Pero recordad que el deus enloquecía a las pitonisas, y que la fiebre divina de los profetas producía cosas semejantes: y que el autor vivió eso, y que no se trata de una obra literaria, sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás. Él no pensó jamás en la gloria literaria. No escribió sino para sí mismo. Nació con la suprema llama genial, y esa misma le consumió.


Graciela Mejía González
(texto extraído de las biografías de: Rubén Darío, Maurice Blanchot, Luis Manuel Pérez-Boitel, Andrea Navarro, Pedro Trujillo y Juan José Castillo). 


Ver: Drácula, la personificación de una divinidad pagana maligna  https://vieliteraire.blogspot.mx/2017/04/dracula-la-personificacion-de-una.html
Erzsébet Báthory  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/04/erzsebet-bathory_19.html
La dignidad del hombre  https://vieliteraire.blogspot.mx/2014/05/la-dignidad-del-hombre.html
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