Él es quien ha dispuesto para vosotros
la tierra como lecho y el cielo como bóveda.
Antes de que Fátima pudiera comprender el pedido, Greg estiró suavemente la diestra y deslizó su índice por el perfil del rostro de Fátima. En la ínfima pero sensible extensión del pulpejo de su dedo pudo sentir la piel tersa de su frente alta y luego el diminuto contorno de su nariz, recta y delicada. La mujer, que permanecía inmóvil, ni siquiera se atrevía a parpadear y no pudo evitar un estremecimiento cuando la mano del pintor se detuvo en la superficie de sus labios apretados. Fátima se veía aterrada, como si temiese que un íntimo secreto fuera a revelarse en virtud de aquel acto. Un finísimo velo de sudor frío cubrió de pronto el borde superior de su boca. Y mientras recorría, ahora en sentido horizontal, los labios de Fátima hasta el límite de las comisuras crispadas, Greg pudo hacerse una representación exacta de aquel rostro joven e inmensamente hermoso. Fue una inspección breve. Sin embargo, a Fátima le pareció una eternidad. Para Greg, en cambio, se trató apenas de un fugaz viaje a la remota patria de los recuerdos. Desde el lejano día en el que perdió la vista, llevado por el pudor y el amor propio, se había prometido renunciar a las mujeres. Dirk se detuvo un momento y posó su mano suavemente en el cuello de la mujer. Sintió pánico por su atrevimiento. Pero como viera que Fátima guardaba un silencio cómplice, deslizó la palma hasta el hombro. Fátima dejaba hacer. Dirk había encontrado que las furtivas caricias le provocaban un malicioso placer que iba más allá de la voluptuosidad […] En el mismo momento en que Dirk salió, Fátima se incorporó, movió la cabeza en forma circular y arqueó la columna. Descubrió que tenía la espalda cansada y las piernas un poco entumecidas. De pie junto a la ventana, sintió la necesidad de prodigarse unos masajes en las piernas. De modo que se levantó el pesado faldón y, posando el pie sobre la banqueta, desnudó sus piernas largas, delgadas y firmes. Por un momento sintió pudor ante la presencia de Greg, que estaba muy cerca de ella, pero al fin y al cabo, se dijo, no tenía forma de ser testigo. Primero se frotó los muslos describiendo pequeños círculos, luego bajó hasta las pantorrillas y siguió por los tobillos. En esa misma posición, le preguntó a Greg si su hermano habría de demorarse mucho.
–No lo suficiente –respondió enigmáticamente Greg.
El mayor de los Van Mander pudo sentir el aliento cercano de Fátima y hasta se diría que intuyó la proximidad de la carne desnuda. Los ojos del pintor, muertos y sin embargo llenos de una vivacidad inquietante, estaban fijos sobre los de ella. Tan semejante a una mirada era su expresión que Fátima llegó a dudar de que fuera realmente ciego. Un poco para comprobar esta última impresión y otro poco a causa de una impostergable inercia, la mujer aproximó sus labios a los de Greg lo suficiente para sentir el leve roce de su bigote entre rubio y plateado. Y así permaneció, refrenando el impulso de tocar los labios. Greg extendió su mano y, tomando a la joven por la nuca, la aproximó todavía más a su boca. Pero no la besó. Quería sentir el calor de la piel contra la piel. Entonces Fátima reemplazó su propia mano, aquella con la que no dejaba de acariciarse los muslos, por la de él. Greg permanecía con los ojos abiertos, semejantes a dos piedras turquesas sobre el lecho de un lago turbio. A Fátima se le antojó que así, como ese lago oscuro, era el espíritu de Greg, y como aquellas piedras claras la esencia que se ocultaba. Se dijo que bastaba con hundir el brazo en aquellas aguas lóbregas para alcanzar el azul verdadero de su corazón. Entonces tomó firmemente las manos de Greg y con ellas se frotó los muslos, duros como la piedra pero suaves y tibios como el terciopelo de su vestido. Por momentos Fátima se alejaba un poco y, sin soltar las muñecas del pintor, guiaba sus manos hacia algún lugar de su cuerpo, como instándolo a que adivinara de qué parte se trataba. Y así, transitando poco a poco por cada ápice de piel, arrastró el índice de Greg hasta su boca, lo humedeció con su saliva, bajó apenas el escote del vestido y lo condujo hasta el pezón, diminuto y crispado, del tamaño y la consistencia de una perla. Fátima trazaba sutilísimas líneas sobre la superficie de su cuerpo con la yema del dedo de Greg, cuyo rastro húmedo parecía la leve huella de un caracol. Si el pintor pretendía tocar más allá de los límites que le imponía Fátima, entonces ella presionaba con fuerza alrededor de las muñecas de Greg y conducía su índice adonde quería. Las manos de Greg se dejaban domesticar y se abandonaban a los arbitrios de su nueva dueña. De pronto, el creador de aquel pequeño universo arreglado a su imagen y semejanza, el ciego omnisciente alrededor del cual todo se movía con la precisión de un cosmos, el todopoderoso a cuyo control nada escapaba, había quedado a merced de una niña. Meciéndose candorosamente en la tela de la araña, Greg se hundía en el postergado sueño de la voluptuosidad.
Federico Andahazi (El secreto de los flamencos, fragmento).
Ver: Relato erótico 1 http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/relato-erotico-1.html
El secreto de los flamencos http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-secreto-de-los-flamencos.html
Un acto que condena la pureza http://vieliteraire.blogspot.mx/2015/08/un-acto-que-condena-la-pureza_30.html