Que procedas del cielo o del infierno, ¡qué importa! ¡Oh, Belleza! ¡enorme monstruo que asusta! Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie abren para mí la puerta de un universo que amo y nunca he conocido. De Satán o de Dios ¡qué importa!, ¿Qué importa si, tornas —hada con ojos de terciopelo, ritmo, perfume, fulgor ¡oh, mi única reina!— El universo menos horrible y los instantes menos pesados? Charles Baudelaire
La estética romántica desarrollada por el motivo de l’amour fou, de naturaleza pasional, realización imposible y desenlace trágico, en los escritos que tienen como motor principal el amor (correspondido o no) hacia mujeres jóvenes, hermosas y afectadas de una muerte temprana, desembocó directamente en la necrofilia de amantes y en la creación de fantasmas sobrenaturales o psicológicos en los relatos de Edgar Allan Poe; de esta forma, la vampira, se convirtió en el emblema por excelencia de todo lo deseado y temido al mismo tiempo, porque era imposible escapar a una belleza letal que era preludio de la perdición. Nunca había imaginado la literatura un ser tan peligroso: ya no era una criatura monstruosa que acechaba en la oscuridad, sino un ser fascinante que se movía con soltura en sociedad y sabía ganarse la voluntad de sus víctimas. Y el hombre nunca había estado tan amedrentado, pues se sabía atrapado en las garras de la más pérfida seducción. Fue la literatura la que cinceló el modelo de la mujer vampiro que hoy conocemos, recreando tradiciones arcaicas según los patrones marcados por ciertos códigos éticos y estéticos. La mujer vampiro, un arquetipo literario que alcanza su máxima manifestación en dos movimientos artísticos tan extremos pero puede que al mismo tiempo tan próximos como el romanticismo y la decadencia finisecular, no sólo es heredera de arcaicas fantasías, sino también de mitos medievales, como el de Melusina, la mujer serpiente, un icono de estrecha vinculación con la vampira por cuanto ella es también una hermosa doncella que por las noches se transforma en un monstruo terrorífico que devora a sus pretendientes, o el de Medusa, que petrificaba a los hombres con el poder de su mirada; no es casualidad que sus cabellos fueran un haz de serpientes, símbolo de la sabiduría en las tradiciones azteca, maya, celta e hindú, y símbolo del pecado en la tradición cristiana. La asociación entre mujer (Eva) y serpiente (Diablo —muy frecuente en el pensamiento medieval, pero presente en nuestra cultura cristiana tradicional desde el principio del relato del Génesis—, seducida y seductora, seres engañosos ambos y, sobre todo, femeninos. Si el vampiro masculino puede ser asociado con la figura del lobo atendiendo a su gélida mirada, sus movimientos tan ágiles, su constante acecho desde las sombras, su supremacía amenazadora, siempre en busca de alimento cual mera alimaña, no es menos cierto que el contrapunto femenino la vampira, pérfida y henchida de lascivia, pueda ser asociada con la imagen de la serpiente. Tal vez los vampiros se asocian con las serpientes porque también se suponen que ellas también se regeneran, especialmente tras nutrirse de su presa. Debemos reflexionar sobre el hecho de que la mordedura que siempre hemos asociado con la de un vampiro sí que recuerda más propiamente la de una serpiente. Si en la primera parte del siglo XIX el amante fatal de las novelas es normalmente un hombre con aura byroniana, en la segunda mitad del siglo, la mujer irá cada vez teniendo mayor presencia, cobrando una mayor fuerza simbólica en la imaginación masculina de la época. El vampiro masculino generalmente mata a los de su sexo, mientras que muerde a las mujeres para rodearse de un harén. Sin embargo, las vampiras están imbuidas de un erotismo lésbico. Su papel está muy relacionado con el nacimiento de las corrientes feministas del siglo XIX. Con la muerte en vida de las mujeres que han sido mordidas se construye un símbolo de la liberación. En vida, la mujer del siglo XIX tenía que ser virtuosa, pero cuando es ya un vampiro, es una victimizadora de niños. Cuando muere ya no es esposa de hombre alguno ni madre de ningún niño. El vampiro en la antigüedad es esencialmente femenino. Se fusionan los conceptos femineidad y muerte. Las aves nocturnas o de rapiña estaban asociadas a la muerte y los ritos funerarios: el alma es representada con frecuencia como un ave. Ese carácter funerario, volátil y espiritual es fusionado con la mujer y la sexualidad negativa, dando como resultado mitos donde el monstruo es mitad mujer y mitad pájaro, como las sirenas y otras criaturas femeninas que se transforman en aves para chupar la sangre de sus víctimas o la energía vital a sus amantes. Todas las víctimas parecen caer rendidas ante el magnetismo de su hechizo sexual. Reúne todas las seducciones, los vicios y voluptuosidades de la mujer, aunque estrechamente unidas a la presencia inequívoca de la muerte, que es, al fin y al cabo, donde desembocan todas las pasiones despertadas por el vampiro. A menudo estas mujeres destructoras tienen una oscura procedencia y su fisonomía desprende una misteriosa magia. Aunque las mujeres seductoras–destructoras y las vampiras no son creaciones del romanticismo ni de la época victoriana, ellas son quienes cautivaron en esta era el subconsciente de la población y de los artistas. Todas estas mujeres fascinantes y malvadas se agrupan bajo el concepto supremo de mujer fatal. Ésta no sólo es un motivo primordial de la literatura, sino también de las artes plásticas del siglo XIX. Su fuerza seductora que destruye a los hombres se manifiesta en una belleza fría propia de un ídolo, aunque dotada de todos los atributos de la femineidad. La femme fatale no es un ser social, es sádica y sólo depende de sí misma. Precisamente porque la mujer fatal es una aniquiladora de vida se ha encarnado muy bien en la figura de la vampira. Estos seres femeninos han huido de su propia femineidad, convirtiéndose en seres que se encuentran entre lo masculino y lo femenino, pero sin definición exacta. Sin embargo, tras la caza, estas mujeres suelen regresar a su estado primigenio e ideal. La rotura y posterior traspaso de las barreras de género que realizan estos seres vampíricos femeninos aterroriza a una sociedad donde existen dos sexos diferenciados, con dos identidades distintas y todo en un contexto bien definido y establecido. Los vampiros femeninos son seres incomprendidos; son vistos como monstruosos y amenazadores. El vampiro femenino no encaja en casi ninguna categoría y a su vez pertenece a todas, lo que les rodea de un gran misterio. El misterio que ha rodeado desde siempre a la mujer causa temor, y el temor hace de nuevo que la mujer —esta vez en su versión vampírica, lo que agranda su condición misteriosa y llena de temor— sea malinterpretada y considerada como un monstruo dañino. Las obras de Poe, por tanto, lejos de presentar la estampa tradicional del vampiro, tratan este mito arquetípico adoptando una visión diferente, personal, superior, metafórica, desmedida, transgresora, agresiva, deformada y deformadora de la supuesta realidad en la que vive al protagonista. Las representaciones vampíricas de Poe simbolizan las angustias eternas y constantes del hombre, sus devaneos mentales por explorar lo que está más allá. Berenice, Morella y Ligeia, estos tres relatos rezuman un claro vampirismo psicológico.
Berenice
Berenice presenta la historia de Egaeus, hombre débil si bien de origen noble que de manera repentina comienza a cobrar vitalidad, en una relación inversamente proporcional al progresivo debilitamiento de su encantadora y vital prima Berenice: la relación quiasmática nos conduce a pensar en un caso de vampirismo psicológico y acaso en una relación incestuosa. Todo este proceso es conocido por el lector gracias a Egaeus, narrador subjetivo. El contexto, el ambiente y el aroma que se respira y que se desprende de la narración es el típicamente gótico, donde una mansión sombría es testigo de la inquietud que azota al lector. Egaeus, carente de cariño materno, sustituye éste por los libros. Se encuentra abandonado, razón por la cual se cobija, se refugia en la biblioteca, transponiendo el calor maternal por el calor de los libros, simbolizando la biblioteca el seno materno que proporciona calor, refugio, amor... Berenice está llena de vitalidad, energía, ganas de vivir, lo cual se opone diametralmente a la complexión (y casi disposición) enfermiza de Egaeus. Y como si esta disposición fuese una trasposición de la más que posible pero imperdonable superioridad femenina, el propio Egaeus se encarga de que esta armonía se vea destruida por la aparición de la enfermedad. Egaeus desarrolla entonces una especie de manía exclusiva acerca de los objetos más cotidianos y más carentes de vida (su obsesión dental). Tal vez Egaeus ya sufriera este estado alterado y le fuera transmitiendo a su prima en vida –inconscientemente o no– esta carencia de dinamismo, en un claro ejemplo de transfusión anti–vampírica, o totalmente vampírica, en un reflejo icónico del vampirismo psicológico, visto desde el otro lado. Sus deseos, lejos de ser carnales, están encuadrados dentro de una comunión espiritual; Egaeus desea conocer lo que subyace más allá de lo que sus sentidos le proporcionan. No ama a Berenice, sino que desea poseerla para saciar su ansia mental, para conocer lo que no le está permitido en el momento presente. La apariencia pálida, su belleza consumida, su tristeza repulsiva, todo ello contrasta con la adoración que Egaeus experimentará por sus dientes, permitiendo esta estampa asimilarla con la imagen vampírica. No obstante, no se debe olvidar en ningún instante que Berenice no es en ningún momento la portadora de la destrucción y la muerte, sino que es ella misma la víctima, con la que la asociación debería convertirse en disociación. La obsesión del autor por los dientes de su amada está tan magistralmente descrita que el lector llega a dudar sobre quién es en esta obra el verdadero vampiro; la ironía reside en el hecho de que en este relato los dientes no son el elemento fálico y destructor del vampiro, sino la razón de su muerte (de su castración, pues los dientes no irrumpen en la carne desgarrándola a modo de desfloración, sino que precisamente son la razón de la castración de la que es objeto la víctima, siendo desposeída de un elemento tradicionalmente asociado a lo masculino). Los dientes son por un lado un símbolo vampírico, pero por otro también son símbolo de represión sexual. Berenice es sacrificada para satisfacer la perturbación de una mente que llevó la adoración hasta un punto sin retorno. Egaeus pretende poseer y conservar a su amada, decidiendo para ello darle muerte, de suerte que es de esa manera como conseguiría perpetuar su imagen en el tiempo.
Morella
Aquí, es el personaje masculino el que se siente claramente inferior a su compañera femenina, viéndose sumido en la oscuridad del desconocimiento y siendo mordido y vampirizado por ella, por la femineidad, quien le inyecta el veneno de la curiosidad. El anónimo protagonista se siente atraído, hechizado, vampirizado en suma, por la atrayente ansia de sabiduría de su amada Morella. Lo masculino se encuentra aquí minimizado, supeditado, subyugado. Sin embargo, dicho influjo hipnótico de Morella sobre su amado es tal que comienza a tornarse en rencor, en odio, silencioso. Convirtiéndose el amado en el otro, en el doble de la amada, su antagonista, su opuesto si fuera visto en un espejo. El amado espera y aguarda su oportunidad para alcanzar su libertad, para liberarse del pesado y ya odiado yugo del amor que le profesa su amada, hasta tal punto de desear su muerte; ahora él ya es incapaz de concebir su existencia sin la desaparición de aquella. Ella es consciente de los sentimientos verdaderos que anidan en el corazón de su amado. Su muerte es, por tanto, más bien un cambio de estado. Su dulzura se transformará en desprecio tras su paso al otro lado, al otro estado existencial. Sus palabras I’ am dying, yet shall I live rememoran el paso que experimentan las vampirizadas Carmilla, Clarimonde y Lucy. Representa el paso iniciático hacia otra existencia, representa la puerta que se abre, dejando salir los demonios que sólo la muerte de Morella también aporta una segunda significación, en tanto la muerte simboliza, como es habitual en Poe, la muerte de la madre. Ha muerto pero exclusivamente en el plano físico; no así en el etéreo, en el psicológico, en el que perdura. Todas estas féminas logran vencer a la muerte, para resucitar, revivir, trascender, perdurar. Morella ha sobrevivido a la muerte, ha alcanzando la vida, mientras que el amado es condenado a la muerte en vida.
Ligeia
Fue en Ligeia donde Poe plasmó la simbología e imaginería vampírica más elaborada y elegante. Retrata su fémina más macabra, más terrorífica, más siniestra, más seductora, más arrebatadora. El protagonista se encuentra enclaustrado, confinado, desbordado, asfixiado y aterrado no sólo por el entorno espacial (un viejo castillo y una abadía ruinosa, símbolos los dos de decadencia, de agonía, de los instantes póstumos de una vida que se agita y se resiste a marchar), sino también por el temporal: la falta de luz, el horror que preside la narración, el característico olor a muerte que desprenden las palabras. Ligeia es la materialización del misterio, de lo exótico, pero también de la femineidad sensual y mística: su sabiduría se complementa con su belleza casi divina y hechizante. Ligeia induce a su amado a un trance místico —pleno de pura adoración— su pálpito helado, su complexión débil y pálida, su voz. Ligeia sea una mujer culta, ejemplificando así el anhelo de muchas mujeres que en la época decimonónica desearían alcanzar. Podríamos preguntarnos si es ésta una más de las razones por las que Ligeia tiene que desaparecer, tiene que ser destruida, pues supone un reto, un desafío a la superioridad masculina. Ella ha transgredido las prohibiciones de su sexo, ostentando un conocimiento inmenso, de tal forma que su compañero masculino es su discípulo, cuando la relación debería estar invertida. No erraremos en absoluto si afirmamos que Ligeia es la culminación de la femme fatale que aparece y se esconde en su obra; es la sublimación de Berenice y Morella. La fatalidad emerge para separar a los amantes, a pesar de que la unión no sea todo lo idílica que se pretendiera. En esta composición, ambos amantes pierden; el narrador pierde a su amada, Ligeia es consumida por la pasión desmedida y la adoración desmesurada de su esposo, siendo el vampirismo psíquico recíproco. Ligeia, al igual que los personajes femeninos antes analizados, se resiste a marcharse —dando por tanto sentido a la cita que abre la narración, que no es sino una apología de la supervivencia—, pero se enfrenta valientemente a su destino. En Poe, la femineidad se materializa en un ser misterioso, sensual a la par que exánime y cadavérico; Poe llegaría a afirmar que la muerte de una mujer joven y hermosa es el más poético, atractivo y estético de los temas de la historia de la literatura. Poe nunca establece una barrera infranqueable e insalvable entre la vida y la muerte; lo que es más, él nunca las delinea como dos reinos diferentes y totalmente separados. Los relatos de Poe fueron precursores del género de terror pero con un estilo casi incapaz de igualar; Poe convertiría el horror de lo sobrenatural en la más exquisita, bella y al mismo tiempo macabra poesía.
Francisco Javier Sánchez-Verdejo Pérez
Ver: Erzsébet Báthory http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/04/erzsebet-bathory_19.html
El castillo de los Cárpatos http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-castillo-de-los-carpatos.html
El evangelio de los vampiros http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/11/el-evangelio-de-los-vampiros.html
Drácula, la personificación de una divinidad pagana maligna https://vieliteraire.blogspot.mx/2017/04/dracula-la-personificacion-de-una.html
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Edgar Allan Poe http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/03/edgar-allan-poe-la-luz-no-proviene-de.html
Berenice http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/berenice.html
Morella http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/morella.html
Ligeia http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/ligeia.html
Eleonora http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/02/eleonora_27.html
Amor y muerte https://vieliteraire.blogspot.mx/2015/06/amor-y-muerte.html
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