No sabía qué pensar de lo que veía; pero lo que me quedaba por ver era todavía más extraordinario. Uno de los retratos, el más antiguo de todos, el de un gordo mofletudo de barba gris, que se parecía, hasta el punto de confundirse a la idea que siempre me había hecho del viejo sir John Falstaff, sacó, gesticulando, la cabeza de su marco y, después de grandes esfuerzos, habiendo logrado pasar sus hombros y su rechoncho vientre por entre los estrechos márgenes de la orla saltó pesadamente al suelo. Todavía no había recobrado el aliento cuando sacó del bolsillo de su jubón una llave increíblemente pequeña: sopló dentro para asegurarse de que el agujero estaba bien limpio, y la aplicó a todos los marcos, unos tras otros. Y todos los marcos se ensancharon para dejar pasar fácilmente a las figuras que encerraban. Pequeños y sonrosados abates, nobles ancianas, secas y amarillas, magistrados de gesto grave, embutidos en enormes trajes negros, petimetres con medias de seda, calzón de lana y la punta de la espada en alto... todos esos personajes presentaban un espectáculo tan extraño que, a pesar de mi espanto, no pude evitar que me diera la risa. Los dignos personajes se sentaron; la cafetera saltó ágilmente a la mesa. Tomaron el café en tazas del Japón, blancas y azules, que acudieron espontáneamente procedentes de la superficie de un escritorio, cada una provista de un terrón de azúcar y de una cucharita de plata. Una vez tomado el café, tazas, cafetera y cucharas desaparecieron a la vez, y empezó la conversación, realmente la más curiosa que jamás había oído porque ninguno de los extraños conversadores miraba al otro al hablar: todos tenían los ojos fijos en el reloj de péndulo. Yo tampoco podía desviar la mirada de él, ni evitar seguir la aguja, que avanzaba hacia medianoche a imperceptibles pasos. Por fin, sonaron las doce; una voz, cuyo timbre era exactamente el del reloj, se dejó oír y dijo: -Es la hora, bailemos. El grupo entero se levantó. Las butacas retrocedieron solas; entonces, cada caballero cogió la mano de una dama, y la misma voz dijo: -¡Vamos, señores de la orquesta, empiecen! He olvidado decir que el motivo de los tapices era: en uno, un concierto italiano y, en el otro, una cacería de ciervos donde varios criados tocaban el cuerno. Los monteros y los músicos que, hasta entonces, no habían hecho gesto alguno, inclinaron la cabeza en señal de adhesión. El maestro levantó la batuta, y una armonía viva y bailable surgió de los dos extremos de la sala. Primero bailaron el minué. Pero las rápidas notas de la partitura ejecutada por los músicos armonizaban mal con las graves reverencias: además, cada pareja de bailarines, al cabo de unos minutos, se puso a hacer piruetas como una peonza. Los vestidos de seda de las mujeres, arrugados en aquel torbellino danzante, emitían sonidos de especial naturaleza; era como el ruido de alas de un vuelo de palomos. El aire que se introducía por debajo los inflaba prodigiosamente, de modo que parecían campanas en movimiento. El arco de los virtuosos pasaba tan rápidamente por las cuerdas, que salían chispas eléctricas. Los dedos de los flautistas se alzaban y bajaban como si hubieran sido de azogue; las mejillas de los monteros estaban hinchadas como balones, y todo ello formaba un torrente de notas y trinos tan apresurados y escalas ascendentes y descendentes tan embrolladas, tan inconcebibles, que ni los propios demonios hubieran podido seguir dos minutos semejante compás. Daba pena ver los esfuerzos de aquellos bailarines por seguir el ritmo. Saltaban, hacían cabriolas, zalamerías, agitados pasos de danza y trenzados de tres pies de altura, con tal ímpetu que el sudor, que les caía por la frente hasta los ojos, les desdibujaba los bigotes y el maquillaje. Pero por mucho que hicieran, la orquesta siempre se les adelantaba tres o cuatro notas. El reloj dio la una; se detuvieron. Vi algo que se me había escapado: una mujer que no bailaba. Estaba sentada en una butaca a un lado de la chimenea, y no parecía en lo más mínimo tomar parte en lo que pasaba a su alrededor. Jamás, ni siquiera en sueños, nada tan perfecto se había presentado a mis ojos; una piel de resplandeciente blancura, el cabello de un rubio ceniciento, largas pestañas y unos ojos azules, tan claros y tan transparentes, que a través de ellos veía su alma tan nítidamente como un guijarro en el fondo de un arroyo. Y sentí que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, sería a ella. Salté precipitadamente de la cama, donde hasta entonces no había podido moverme, y me dirigí hacia ella, llevado por algo que actuaba sobre mí sin que pudiera darme cuenta; y me encontré a sus pies, con una de sus manos entre las mías, charlando como si la conociera desde hacía veinte años. Pero, por un extraño prodigio, mientras le hablaba, seguía con una ligera oscilación de cabeza la música que no había cesado de sonar; y, aunque estuviera en el colmo de la dicha conversando con tan bella persona, los pies me ardían de deseos de bailar con ella. Sin embargo no me atrevía a proponérselo. Al parecer, comprendió lo que yo quería, porque, levantando hacia la esfera del reloj la mano que le quedaba libre, dijo: -Cuando la aguja avance hasta ahí, ya veremos, mi querido Théodore. No sé cómo ocurrió pero no me sorprendió en absoluto oír que me llamaba por mi nombre, y continuamos charlando. Por fin, sonó la hora indicada, la voz con timbre de plata vibró otra vez en la habitación y dijo: -Ángela, puedes bailar con el caballero, si te apetece, pero ya sabes lo que pasará. -No importa -respondió Ángela en tono enojado. Y me rodeó el cuello con su brazo de marfil. -Prestissimo! -gritó la voz. Y empezamos a bailar un vals. El seno de la muchacha tocaba mi pecho, su aterciopelada mejilla rozaba la mía, y su suave aliento acariciaba mi boca. En toda mi vida había experimentado una emoción semejante; mis nervios vibraban como resortes de acero, la sangre me corría por las arterias como un torrente de lava, y oía latir mi corazón como si tuviera un reloj en los oídos. Sin embargo aquel estado no era terrible en absoluto. Estaba inundado de una inefable dicha y hubiera querido seguir siempre así, y, cosa extraordinaria, aunque la orquesta hubiera triplicado su velocidad, no necesitábamos hacer esfuerzo alguno para seguirla. Los asistentes, maravillados de nuestra agilidad, gritaban entusiasmados, y aplaudían con todas sus fuerzas, aunque no emitían ningún sonido. Ángela, que hasta entonces había bailado el vals con una energía y una perfección sorprendentes, de repente pareció cansarse; me pesaba en el hombro como si las piernas le flaquearan; sus piececitos que, un minuto antes, tocaban ligeramente el suelo se alzaban muy lentamente, como si estuvieran cargados con una masa de plomo. -Ángela, estás cansada -le dije-; descansemos. -Me gustaría -contestó enjugándose la frente con su pañuelo-. Pero mientras bailábamos el vals, todos se han sentado; sólo queda una butaca y somos dos. -¡Qué importa, ángel mío! Te sentaré en mis rodillas.
Sin hacer la menor objeción, Ángela se sentó, me rodeó con sus brazos como si de un chal blanco se tratara y escondió la cabeza en mi pecho para calentarse un poco, porque se había quedado fría como el mármol. No sé cuánto tiempo permanecimos en esa posición, porque todos mis sentidos estaban absortos en la contemplación de aquella misteriosa y fantástica criatura. Había perdido la noción de la hora y del lugar; el mundo real ya no existía para mí, y todos los lazos que me acaban a él se habían roto; mi alma, libre de su prisión de fango, nadaba en el vacío y el infinito; comprendía lo que ningún hombre puede comprender, pues los pensamientos de Ángela se me revelaban sin que ella tuviera necesidad de hablar. Su alma brillaba en su cuerpo como una lámpara de alabastro, y los rayos que salían de su pecho atravesaban el mío de parte a parte. Cantó la alondra y un pálido resplandor se vislumbró tras las cortinas. En cuanto Ángela lo vio, se levantó precipitadamente, me hizo un gesto de despedida y, después de dar unos pasos, lanzó un grito y se desplomó. Presa de espanto, me precipité a levantarla... La sangre se me hiela sólo de pensarlo: no encontré sino la cafetera rota en mil pedazos. Ante aquella visión, convencido de que había sido el juguete de alguna ilusión diabólica, se apoderó de mí tal pánico, que me desvanecí.
Cuando recobré el conocimiento, me encontraba en la cama; Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli estaban de pie a la cabecera. En cuanto abrí los ojos, Arrigo exclamó: -¡Bueno, menos mal! Llevo casi una hora frotándote las sienes con agua de Colonia. ¿Qué diablos has hecho esta noche? Por la mañana, al ver que no bajabas, entré en tu habitación, y te encontré, cuan largo eres, tirado en el suelo, vestido de cuello duro y levita, abrazando un trozo de porcelana rota como si de una joven y bella muchacha se tratara. -¡Pues claro! Es el traje de boda de mi abuelo -dijo el otro levantando uno de los faldones de seda forrado en tono rosa y estampado en tonos verdes-. Estos son los botones de estrás y de filigrana de los que tanto presumía. Théodore lo habrá encontrado en algún rincón y se lo habrá puesto para divertirse. Pero ¿cuál ha sido la causa de tu mal? Eso está bien para una damisela de blancos hombros; se le afloja el corsé, se le quitan los collares, el chal: una buena ocasión para hacer remilgos. -No ha sido más que un desmayo; soy muy propenso -respondí secamente. Me levanté y me despojé de mi ridícula vestimenta. Luego fuimos a almorzar. Mis tres compañeros comieron mucho y bebieron todavía más; yo casi no comí, pues el recuerdo de lo que había pasado me distraía de forma extraña. El almuerzo terminó, pero como llovía a cántaros, no se podía salir; cada uno se entretuvo, pues, como pudo. Borgnioli tamborileó marchas guerreras en los cristales; Arrigo y el anfitrión jugaron una partida de damas; yo saqué de mi álbum una hoja de pergamino y me puse a dibujar. Las líneas casi imperceptibles trazadas por mi lápiz, sin que hubiera pensado en ello en absoluto, comenzaron a diseñar con la más maravillosa exactitud la cafetera que había jugado un papel tan importante en las escenas de la noche. -Es sorprendente cómo esta cabeza se parece a mi hermana Ángela -dijo el anfitrión, que había terminado su partida y me veía trabajar por encima del hombro. En efecto, lo que antes me había parecido una cafetera era realmente el perfil dulce y melancólico de Ángela. -¡Por todos los santos del paraíso! ¿Está muerta o viva? -exclamé con un cierto temblor en la voz, como si mi vida dependiera de su respuesta. -Murió hace dos años, de una pleuresía, después de un baile. -¡Ay! -respondí dolorosamente. Y, conteniendo una lágrima que estaba a punto de caer, guardé el papel en el álbum. ¡Acababa de comprender que para mí ya no era posible la felicidad en la tierra!
Théophile Gautier
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