La belleza y la muerte son dos cosas profundas, con tal parte de sombra y de azul que diríanse
dos hermanas terribles a la par que fecundas, con el mismo secreto, con idéntico enigma.
Victor Hugo
Hay otra plaza en París que no es menos agradable por su regular y normal estilo; así como la plaza Real tiene la forma de un cuadrado, ésta, aproximadamente, ofrece la de un triángulo. Fue construida en el reinado de Enrique el Grande, que la llamó plaza de la Delfina; admiró a las gentes de entonces el tiempo escaso que precisaron sus edificios para cubrir todo el terreno inculto de la isla de la Gourdaine. Fue un dolor cruel la invasión de este terreno para los curiales, que iban allí a divertirse ruidosamente, y para los abogados, que meditaban en él sus alegatos: ¡un paseo tan verde y florido al salir de la infecta audiencia del palacio!
Apenas se edificaron esas tres hileras de casas erguidas sobre sus pórticos pesados llenos de almohadillas y surcados de frisos; apenas fueron revestidas de sus ladrillos y se les abrieron sus ventanas con balaustres y se las tocó con sus techumbres macizas, aquel pueblo de gentes curiales invadió toda la plaza, estableciéndose cada uno en ella según su categoría y sus medios, es decir, en razón inversa a la altura de los pisos. La plaza se convirtió en una especie de Corte de los Milagros de alto prestigio, una guarida de ladrones privilegiados y de gentes picapleiteras edificada con ladrillo y piedra, mientras eran de barro y madera las moradas de los rateros.
En una de esas casas de la plaza de la Delfina vivía hacia los últimos años del reinado de Enrique el Grande un personaje bastante importante que se llamaba Godinot Chevassut, teniente civil del preboste de París, cargo muy lucrativo y penoso a la vez en un siglo en que los ladrones eran mucho más numerosos que hoy día —¡tal es la decadencia de la probidad desde aquellos tiempos en nuestra Francia!— y en el que el número de las mujeres de alegre vivir era mucho más considerable —¡tal es la degeneración de nuestras costumbres! Como la humanidad, desde luego, no cambia, se puede decir, como un antiguo autor, que cuantos más pícaros hay en galera muchos menos hay fuera.
También hay que advertir que los ladrones de entonces eran menos caballerescos que los de hoy, y que este miserable oficio era en aquellos tiempos una especie de arte que hasta los buenos hijos de familia se dignaban ejercer. Muchas buenas capacidades, arrojadas a los pies de una sociedad llena de barreras y de privilegios, rechazadas por ella se educaban devotamente en aquel oficio; enemigos mucho más peligrosos para los particulares que para el Estado, cuya máquina quizá hubiese estallado sin esta válvula de escape. Además, sin duda alguna la justicia de entonces daba un trato cortés a los ladrones distinguidos, y nadie como el magistrado de la plaza de la Delfina ejerció tan gustosamente esa tolerancia, y ello por razones que ya conoceréis. En cambio, ninguno tan severo como él con los torpes: éstos pagaban por los otros y llenaban los patíbulos, que, según frase de D'Aubigné, daban entonces sombra a París, con gran deleite de los burgueses, que eran entonces mejor robados, con la suma perfección del arte de la briba.
Godinot Chevassut era un hombrecillo orondo que empezaba a encanecer y que se alegraba mucho de ello, al revés de lo que suele ocurrir a casi todos los viejos; así, pensaba él, perdería por fin su pelo aquel color encendido que tenía de nacimiento, y que le valió el desagradable mote de el Salmonete, que sus conocidos, como era más fácil de recordar y pronunciar, cambiaban por su verdadero nombre. Tenía ojos bizcos y muy vivos, aunque casi siempre los medio cerraba bajo el espesor de sus gruesas cejas, y una boca desgarrada como las personas que ríen constantemente. A pesar de todo esto, aunque sus facciones tuvieran casi siempre un gesto maligno, nunca se le oía reír a carcajadas ni, como suele decirse, a mandíbula batiente; sólo cuando se le escapaba alguna frase divertida la acentuaba al final con un ¡ah!, o un ¡oh!, que le salía de lo más hondo de sus pulmones, pero de un efecto único y singular; esto acontecía con mucha frecuencia, pues nuestro magistrado, aun en el mismo Tribunal, era muy amigo de salpicar su conversación con agudezas, chistes y frases picantes. Por lo demás, era ésa una costumbre muy de las gentes de toga de aquel tiempo y aún hoy lo es de los magistrados provincianos.
Para acabar su retrato sería necesario plantarle en el sitio acostumbrado de la nariz una larga, de punta roma; las orejas bastante pequeñas, lisas y tan diestras en su oficio que eran capaces de oír a un cuarto de legua el tintineo de un cuarto de escudo, y el de un doblón desde mucho más lejos. Por esto, como cierto litigante preguntase si el señor magistrado no tendría amigos a quienes pedirles una recomendación para él, le contestaron que, en efecto, el Salmonete tenía unos amigos a los que hacía enorme caso; que entre ellos estaban monseñor Doblón, don Ducado y hasta maese Escudo; que era necesario hacer intervenir simultáneamente muchas influencias de éstas, y que con ello se podía estar seguro de ser atendido fervorosamente.
Hay ciertas gentes que sienten mayor simpatía por ésta o aquella cualidad excelsa o por una u otra rara virtud. Unas tienen en más alta estima la grandeza y el arrojo guerreros y sólo las complacen los relatos de las grandes hazañas bélicas; otras colocan por encima de todo el genio y las invenciones de las artes, de las letras o de la ciencia; otras se sienten más bien emocionadas por la generosidad y las virtuosas acciones encaminadas a socorrer a nuestros semejantes, desasosegándose por su salud, y ello por inclinación natural y temperamento de cada uno. Ahora bien: el íntimo sentir de Godinot Chevassut era el mismo del sabio Carlos IX, es decir, que no pueden establecerse cualidades más altas que el ingenio y la destreza, y que las gentes que poseen estas dos son las únicas dignas de que en este mundo se las honre y admire; y en nadie encontraba tan brillantes y bien desarrolladas estas cualidades como en la estupenda sociedad de los rateros, estafadores, descuideros y vagabundos, cuya vida generosa y sus singulares trucos se desenvolvían todos los días ante él con una inagotable variedad.
Su héroe favorito era maese François Villon, parisiense tan célebre en el arte de la poética como en el de la estafa y la rapiña. ¡Seguramente hubiese dado la Ilíada y la Eneida y la novela, no menos admirable, de Huon de Bordeaux por el poema de las Comilonas caseras, y aun por la mismísima Vida de maese Faifeu, que son las epopeyas rimadas de la truhanería! Las Ilustraciones de du Bellay, el Aristóteles peripoliticón y el Cymbalum mundi le parecían obras muy flojas al lado de la Jerga seguida de los Estados generales del reino del Argot y de los Diálogos del Avispado y del Papanatas, escrita por un pícaro e impresa en Tours con autorización del Rey de Thunes, Simón el Embaucador,Tours, 1603. Y como, naturalmente, los que sienten estima por cierta virtud desprecian grandemente el defecto contrario, nada le parecía a él tan odioso como las gentes simples, de inteligencia espesa y de espíritu poco complejo. Llegó hasta tal punto este desprecio, que pretendió cambiar por completo la distribución de la justicia mandando que cuando se descubriera algún grave latrocinio se colgase no al ladrón, sino al robado. Era toda una idea la suya. Creía ver en ella el único medio de apresurar la emancipación intelectual del pueblo y de hacer llegar a los hombres del siglo hasta un supremo progreso de ingenio, de habilidad y de inventiva que, según él decía, era la verdadera corona de la humanidad y la perfección más estimada por Dios.
Esto en cuanto a la moral se refiere. Respecto a política, estaba convencido de que el robo organizado en gran escala favorecía como nada la división de las grandes fortunas y la circulación de las pequeñas; únicas causas que pueden producir el bienestar y la liberación de las clases inferiores.
Como veis, sólo le llenaban de gozo la diestra y equívoca argucia, las sutilezas y las trapacerías de los verdaderos curiales de Saint-Nicolas y los viejos trucos de maese Gonin, que habían conservado su sal y su ingenio desde hacía dos siglos; también le alegraba que Villon el villonense fuese su camarada; de ningún modo uno de esos marrulleros a la manera de los Guilleris o del capitán Encrucijada. Desde hoy el malvado que apostado en una carretera despoja brutalmente a un viajero inerme le parecía tan repugnante como a todo espíritu sano; así le sucedía también con los que sin esfuerzo alguno de imaginación penetran con fractura en alguna casa aislada, la saquean y a veces degüellan a sus dueños. Pero si Godinot Chevassut hubiese sabido que algún distinguido ladrón había tenido el cuidado de no estropear el dibujo de un trébol gótico con una brecha practicada en una tapia para entrar a robar en la casa, de tal modo que quedasen patentes su buen gusto y el arte de su ejecución, seguramente nuestro magistrado habría considerado al ladrón mucho más que a Bertrand du Guesclin o a César, el emperador, y todavía me quedo corto.
Ya dicho todo esto, creo que es el oportuno momento de descorrer la cortina, según era costumbre en nuestras antiguas comedias, y de dar un puntapié trasero al señor don Prólogo, tan enojosamente prolijo que ha sido necesario en el transcurso de su exordio despabilar tres veces las velas. Que se dé prisa, pues, a terminar, rogando a los espectadores, como Bruscambille, que "limpien las imperfecciones de su dicción con el cepillo de su sabiduría y reciban el enema de sus excusas en los intestinos de su impaciencia", y ya está dicho, y la acción va a comenzar.
La escena, en un salón bastante grande, sombrío y amueblado. El viejo magistrado está sentado en un amplio sillón esculpido, de retorcidas patas y de respaldo vestido con un tapetillo de damasco franjeado; está probándose unos gregüescos flamantes que acaba de llevarle Eustaquio Bouteroue, aprendiz del maestro calcetero Goubard. El señor Chevassut, anudándose las agujetas de los gregüescos, se levanta y se sienta continuamente, y de cuando en cuando le dirige la palabra al aprendiz, que, rígido como un santo de piedra, se ha sentado, accediendo a la invitación, en el filo de un taburete y mira al magistrado con azoramiento y timidez.
"¡Hum! ¡Éstos ya cumplieron su misión!" —dijo el magistrado empujando con el pie los deteriorados gregüescos que se acababa de quitar: mostraban ya su tronado tejido como una ordenanza prohibitiva del prebostazgo; y todos los pedazos se decían adiós..., un adiós desgarrador.
El chistoso magistrado recogió sin embargo el viejo vestido ineludible para coger su bolsillo, del cual sacó algunas monedas y las extendió en la mano.
"Es indudable —añadió— que nosotros los hombres de leyes hacemos un uso muy prolongado de nuestros trajes gracias a la toga, bajo la cual los llevamos mientras los tejidos lo resisten y las costuras se mantienen discretamente bien; por esta razón, y porque es necesario que todo el mundo viva, aun los ladrones, y por tanto los maestros calceteros, no regatearé nada los seis escudos que el maestro Goubard me pide; y aun añado generosamente un escudo falso para su dependiente, bajo la condición de que no lo cambie perdiendo, sino que lo haga pasar como bueno a cualquier chiflado burgués, empleando para ello todos los recursos de su ingenio; sin tal condición me quedo yo con el escudo para que mañana domingo me sirva en la colecta de Notre-Dame."
Eustaquio Bouteroue cogió los seis escudos y el escudo falso e hizo una profunda reverencia.
"¿Y qué tal, muchacho? ¿Empiezas a tomarle gusto a la pañería? ¿Sabes ya sisar cuando mides y cortas y colarle al parroquiano género viejo por nuevo, haciéndole ver lo blanco negro? En fin, ¿no dejas mal la antigua fama de los vendedores de los puestos de los mercados?"
Eustaquio levantó los ojos y con cierto terror miró al magistrado; después, pensando que estaba guaseando, se echó a reír; pero el magistrado no bromeaba.
"No me gusta nada el modo de robar de los comerciantes —dijo—, pues el ladrón roba sin engañar; pero el comerciante engaña y roba. Un buen camarada mío sin pelillos en la lengua, que sabía hasta latín, se compra un par de gregüescos, regatea mucho y acaba pagándolos a seis escudos. Llega luego un buen cristiano de esos que la gente suele llamar primos y los comerciantes buenos parroquianos, y si da la casualidad de que compra unos gregüescos como los del magistrado y, confiando en el calcetero, que pone a la Virgen y a todos los santos por testigos de su honorabilidad, los paga a ocho escudos, no le tendré ninguna lástima, porque es un idiota. Pero si mientras el comerciante cuenta las dos cantidades que acaba de cobrar y hace tintinear en su mano satisfecha los dos escudos de diferencia de la segunda a la primera suma, pasa por delante de su tienda un pobre infeliz condenado a galeras por haber sustraído de un bolsillo algún pañuelo sucio y roto, entonces el comerciante exclama: '¡Mirad qué gran criminal!'; y siempre con los dos escudos en la mano, prosigue: '¡Si la justicia fuese justa, ese pillastre sería descuartizado vivo y yo no dejaría de ir a verlo!...' Pues bien, Eustaquio, ¿sabes lo que ocurriría si, según el voto del comerciante, la justicia fuese justa?"
Eustaquio Bouteroue ya no se atrevía a reír. La paradoja era demasiado inaudita para que él se atreviera a contestarla; además, los labios que la pronunciaban la hacían más inquietante. El señor Chevassut, viendo que el muchacho estaba aturdido como un lobo cogido en la trampa, se echó a reír con su risa especial, le dió una palmadita en la mejilla y le despidió. Eustaquio, muy pensativo, descendió por la escalera con barandilla de piedra; oyó a lo lejos, en el patio del palacio, la trompeta de Galinette la Galine, bufón del célebre curandero Jerónimo, que llamaba a los papanatas para que oyesen sus cuchufletas y comprasen los potingues de su dueño; esta vez se hizo el sordo y se dispuso formalmente a cruzar el Puente Nuevo para llegar al barrio de los Mercados.
El Puente Nuevo, acabado de edificar en tiempos de Enrique IV, es el monumento principal de su reinado. Nada comparable al entusiasmo que produjo su vista cuando, después de grandes trabajos y una vez terminado, atravesó totalmente el Sena con sus doce arcos y unió más estrechamente las tres antiguas ciudades a la capital.
Pronto también se convirtió en lugar de reunión de todos —infinitos en número— los parisienses desocupados y, por consiguiente, de todos los prestidigitadores, vendedores de ungüentos y carteristas, cuyas habilidades ponen en acción a la muchedumbre como al molino el salto del agua.
Cuando Eustaquio salió del triángulo de la plaza de la Delfina el sol dejaba caer sus rayos como dardos fulminantes sobre el puente, muy concurrido entonces; y es que los paseos más frecuentados de París son por lo común los de aceras empedradas adornados con escaparates y ensombrecidos por las casas y murallones.
A duras penas iba Eustaquio penetrando por aquel río humano que cruzaba el otro río y discurría con lentitud de un extremo a otro del puente, deteniéndose ante el menor obstáculo, como los helados témpanos que el agua arrastra, dando vueltas y más vueltas para arremolinarse en torno de algunos escamoteadores, cantantes o vendedores que pregonaban sus géneros. Muchos deteníanse a lo largo de los pretiles para contemplar las almadías navegadoras bajo los ojos del puente, o el deslizarse de las lanchas, o el magnífico panorama que río abajo ofrecía el Sena, costeando la larga hilera de edificios del Louvre a la derecha y a la izquierda el Pré-aux-Clercs, surcado por hermosas avenidas de tilos y rodeado por sauces grises desmelenados o sauces llorones verdeantes sobre el agua; más allá, una en cada orilla, erguíanse la Torre de Nesle y la del Bosque, que parecían estar de centinelas en las puertas de París como los gigantes de las novelas antiguas.
De pronto, un gran ruido de petardos hizo girar los ojos de los transeúntes y de los mirones hacia un mismo sitio y anunció un espectáculo digno de llamar la atención. Era en uno de esos terraplenes en forma de media luna que hasta hace poco estuvieron cubiertos de tiendas, y que por aquel entonces formaban espacios vacíos encima de cada pilar del puente y en torno de la calzada. Un prestidigitador se había establecido en este sitio; había instalado una mesa, sobre la cual se paseaba un hermosísimo mono vestido de rojo y negro como un perfecto diablo, con el rabo natural; sin la menor timidez lanzaba gran cantidad de petardos y cohetes, con gran espanto de todas las barbas y gorgueras de los que no ensanchaban el círculo bastante aprisa.
El dueño era uno de esos tipos bohemios tan frecuentes hace ya cien años, pero raros entonces, y hoy día completamente ahogados y perdidos entre la fealdad vulgar de nuestras cabezas burguesas. El perfil, agudo, en filo de hacha; la frente, noble, pero estrecha; la nariz, grande y gibosa, pero no con ese dibujo peculiar de la nariz romana, sino al contrario, bastante respingona y apenas adelantándose a la boca, de labios muy finos y salientes; la barbilla, prieta. Bajo las cejas, dibujadas en v, oblicuamente hundidos, veíanse sus ojillos de almendra, que completaban su fisonomía, enmarcada por una melena larga y negra.
Un no sé qué exquisito y desembarazado que agraciaba sus gestos y actitudes denotaba a un pícaro de ágiles miembros y ducho desde chico en toda clase de oficios habidos y por haber. Iba vestido con un traje viejo de bufón, que llevaba con mucha prestancia; tocábase con un enorme sombrero de fieltro, amplio de alas y ya tronado y pobretón. Todos le llamaban maese Gonin —Zorrastrón—, tal vez aludiendo a su habilidad para las mañosas artes de la prestidigitación, o bien recordando a aquel famoso escamoteador que en tiempos de Carlos VII fundó el Teatro de los Niños Abandonados y fue el primero en llevar el título de Príncipe de los Tontos, título que en la época en que esta historia acaeció había sido heredado por el señor de Chotacabras, que sostuvo sus regias prerrogativas hasta en las cortes.
Al verse rodeado por una gran cantidad de público, el prestidigitador hizo unos cuantos juegos de manos que produjeron una bulliciosa admiración.
Verdad es que el buen compadre había elegido su sitio en la media luna con alguna intención y no solamente, y como parecía, para no interrumpir la circulación: de ese modo los espectadores sólo podían agruparse delante de él y no detrás.
Y es que el arte no era entonces ni con mucho lo que ha llegado a ser hoy día, en que el escamoteador trabaja completamente rodeado de público. Cuando terminaron los juegos de manos dio el mono una vuelta por el corro de la gente y recogió muchos cuartos, que con muy galantes reverencias agradeció, acompañando sus saludos de un grito parecido al chirrido del grillo. Pero tales juegos de manos únicamente servían de prólogo para otra faena muy distinta. Así es que el nuevo maese Gonin, con un exordio muy bien traído anunció que poseía por añadidura el don de adivinar lo venidero valiéndose de la cartomancia, de la quiromancia y de los números pitagóricos, cosa que en verdad no había con qué pagarla, pero que él, deseoso de favorecer al público, haría sólo por un sueldo. Y diciendo esto barajaba los naipes, que el mono, llamado Pacolet, iba alargando pronta y mañosamente a los que tendían la mano.
Cuando el mono hubo atendido a todas las demandas, maese Gonin hizo que se acercasen hasta él los curiosos, y llamándolos por el nombre de sus naipes les predijo a cada uno su buena o mala ventura; en tanto Pacolet, al que dio una cebolla en pago de su trabajo, desdichado y feliz a la vez, con la risa en los hocicos y el llanto en los ojos, dando a cada dentellada un gruñido de satisfacción y haciendo una mueca lamentable, regocijaba a la concurrencia con las contorsiones que aquel agradable manjar le provocaba.
Eustaquio Bouterue, que también había comprado un naipe, fue llamado el último. Maese Gonin miró atentamente su cara ingenua y alargada y hablóle así con enfático tono:
—He aquí su pasado: usted no tiene padre ni madre y desde hace seis años es aprendiz de calcetero en un comercio de la plaza de los Mercados. Y he aquí su presente: su patrón le ha prometido por esposa a su hija única y piensa retirarse dejándole a usted el negocio. Enséñeme ahora su mano y le adivinaré el porvenir.
Eustaquio, asombradísimo, alargó la mano. El prestidigitador le examinó cuidadosamente las rayas, frunció las cejas con gesto de duda y llamó a su mono como para consultarle.
El simio cogió la mano, la observó, y subiéndose al hombro de su amo pareció hablarle al oído; en realidad sólo movía los labios rápidamente, como estos animales acostumbran hacer cuando están descontentos.
—¡Qué cosa más extraña! —exclamó por fin maese Gonin—. ¡Cómo una existencia al principio tan sencilla y burguesa tiende a transformarse tan estrambóticamente en tan alta finalidad! ¡Ah palomino mío! Usted abandonará el cascarón; usted llegará alto, muy alto... ¡Usted morirá hecho un gran hombre!
"¡Bah! —se dijo Eustaquio para sus adentros—. Es lo que estas gentes prometen siempre... Pero ¿cómo es posible que sepa las cosas que primeramente me ha dicho? ¡Esto es maravilloso!... A no ser que me conozca de alguna parte."
No obstante, sacó del bolsillo el escudo falso del magistrado, rogándole que le diese la vuelta. Acaso dijo esto en voz muy baja; acaso el escamoteador no le oyó; lo cierto es que, apoderándose del escudo y haciéndole girar entre sus dedos, dijo a Eustaquio:
—Bien veo que sabe usted vivir, y por esto añadiré algunos detalles a la predicción, muy fidedigna aunque un poco ambigua, que acabo de hacerle. Sí, querido compañero, ha hecho usted muy bien no pagándome un sueldo como todos por mi trabajo: porque aunque su escudo pierde una cuarta parte de su valor, no importa; esta blanca moneda será para usted como reluciente espejo donde se mire la verdad desnuda.
—¿Pero no es cierto lo que acerca de mi encumbramiento me ha pronosticado? —preguntó Eustaquio.
—Usted me ha pedido la buenaventura y yo se la he dicho; pero faltaba la glosa. Eso del encumbramiento de su existencia que yo le he predicho, ¿en qué sentido lo interpreta usted?
—Pienso que puedo llegar a síndico de los pañeros, de los calceteros, a mayordomo de una parroquia, a corregidor...
—¡Eso sí que es dar en el clavo! ¿Y por qué no también a gran sultán de Turquía? ¡Ea! ¡De ninguna manera, querido señor y amigo mío! Hay que explicar eso en otro sentido, y puesto que usted desea una explicación de este oráculo sibilino, le diré que en nuestro argot "llegar alto" se dice de quienes son enviados a guardar carneros en la luna, y "llegar lejos", de los que son enviados a escribir su historia en el océano con plumas de quince pies.
—¡Ah! ¡Vamos!... Pero si usted me explica ahora la explicación es cuando quedaré enterado.
—Son dos delicadísimos modos de sustituir dos palabras: horca y galeras. Usted "llegará alto" y yo "llegaré lejos", cosa que fácilmente se me conoce a mí por esta raya central cortada en ángulos rectos por otras rayas menos pronunciadas, y a usted por una línea que corta a la del medio sin prolongarse hacia el otro lado y por otra que atraviesa oblicuamente a las dos.
—¡La horca! —exclamó Eustaquio.
—¿Es que tiene usted un invencible apego a la muerte horizontal? —preguntó maese Gonin—. Sería una puerilidad; tanto más cuanto que de ese modo se ve libre de caer en cualquier otra asechanza a que están expuestos todos los mortales. Por lo demás, es posible que cuando la señora horca le levante cogiéndole del cuello y le cuelguen los brazos ya sea usted un pobre viejo aburrido del mundo y de todo... Pero están dando las doce y desde esta hora el mandato del preboste de París nos saca del Puente Nuevo hasta la tarde. Ahora bien: si alguna vez necesita usted un consejo o un sortilegio, un hechizo o un filtro para usarlos en caso de peligro, de amor o de venganza, yo vivo allá abajo, al final del puente, en el Château-Gaillard. ¿Ve usted desde aquí su torrecilla puntiaguda?
—Haga el favor de oírme un momento —dijo Eustaquio temblando—. ¿Seré feliz en mi matrimonio?
—Tráigame a su mujer y se lo diré... Pacolet, haz una reverencia al señor y bésale la mano.
El escamoteador plegó su mesa, se la puso bajo el brazo, se cargó el simio a la espalda y se encaminó hacia el Château-Gaillard tarareando una cancioncilla vieja.
Era ciertísimo que Eustaquio Bouteroue iba a casarse a vuelta de poco con la hija del calcetero. Era él un muchacho muy sensato, muy listo para el negocio y que no empleaba sus ratos libres, como muchos jóvenes, jugando a los bolos o a la pelota, sino, por lo contrario, consagrábalos a la contabilidad, a la lectura del Bocage des six corporations y a aprender un poco de español, muy conveniente entonces para un comerciante, como lo es hoy el inglés por el gran número de ingleses residentes en París.
Convencido maese Goubard, a la vuelta de seis años, de la perfecta honradez y el excelente carácter de su dependiente, y habiendo advertido además entre su hija y el muchacho cierta inclinación muy virtuosa y ponderada, decidió unirlos el día de San Juan Bautista y retirarse luego a Laon, en Picardía, donde conservaba algunos bienes de familia.
Eustaquio carecía de fortuna; pero entonces no había costumbre de casar a un saco de escudos con otro saco de escudos; los padres frecuentemente consultaban los gustos y simpatías de los futuros esposos y se dedicaban a estudiar sin prisas la índole, el proceder y las condiciones de las personas destinadas a casarse. Muy distintos son los padres de familia de nuestra época, que exigen mayores garantías morales a un criado que a un futuro yerno.
Ahora bien: hasta tal punto la predicción del prestidigitador había lastimado los pensamientos nunca muy fluidos del hortera, que se quedó completamente embobado en medio del semicírculo, sin oír las voces argentinas de las campanitas de la Samaritana, que decían, parlanchinas: "¡Mediodía! ¡Mediodía!" Pero en París están dando las doce durante una hora: a poco el reloj del Louvre tomó la palabra con mayor solemnidad; luego el de los Agustinos y después el del Châtelet, de modo que Eustaquio, asustado porque se le había hecho muy tarde, comenzó a correr con todas sus fuerzas, dejando atrás en pocos minutos las calles de la Moneda, del Borel y Tirechappe; al llegar a esta última contuvo el paso y, una vez en la calle de la Boucherie-de-Beauvais, alegrósele el semblante al vislumbrar los toldos rojos del mercado, los tingladillos de los Niños Abandonados, la escala y la cruz, y el hermoso farol de la picota con su tejadillo de plomo. En aquella plaza y bajo uno de aquellos toldos era donde Javotte Goubard, novia de Eustaquio, aguardaba el regreso de éste. La mayor parte de los dueños de tiendas tenían en la plaza de los Mercados un puesto, que servía de sucursal a sus lóbregas tenduchas y que vigilaba una persona de la casa. Javotte se instalaba todas las mañanas en el de su padre, y allí, ora sentada sobre las mercancías, se dedicaba a hacer ganchito, ora se ponía de pie y llamaba a los transeúntes, los cogía del brazo y no los soltaba hasta que hacían alguna compra; lo cual, por otra parte, no le impedía ser al mismo tiempo la más temida doncella de cuantas sin haberse casado habían llegado ya a la edad de una solterona; toda llena de gracia, linda, rubia, alta y un poco encorvada, como la mayoría de las muchachas dedicadas al comercio, que tienen un tipo esbelto y débil, y además fácil al rubor hasta teñirse con el matiz rojo de la fresa, que le subía al rostro por la más inocente palabra si la pronunciaba u oía fuera del puesto, y en éste, no obstante, aventajaba a todas sus compañeras de oficio por su labia y su desparpajo —bagou et la platine, estilo mercantil de entonces.
A las doce generalmente Eustaquio iba a relevarla y se quedaba bajo el rojo tolducho mientras ella iba a la tienda a comer con su padre. A cumplir ese relevo se encaminaba entonces, temiendo mucho que su tardanza hubiese impacientado a Javotte. Pero en cuanto la divisó desde lejos le pareció observar que estaba muy tranquila. acodada en una pieza de tela y muy pendiente de la trivial y ruidosa conversación de un bizarro militar que, apoyado en la misma pieza, lo mismo podía parecer un parroquiano que cualquier otra cosa que a uno pudiera ocurrírsele.
—¡Es mi novio! —dijo Javotte, sonriendo, al desconocido, que hizo un leve movimiento de cabeza sin cambiar de postura, mientras medía al dependiente de arriba abajo con ese desdén que los militares tienen para los paisanos cuyo aspecto no es muy imponente.
—Tiene cierta facha de corneta —observó gravemente— ahora que el corneta tiene más marcialidad en el paso; y ya sabes, Javotte; el corneta en un escuadrón es algo menos que un caballo y poco más que un perro...
—Aquí tienes a mi sobrino —dijo la muchacha a Eustaquio mirándole con sus ojazos azules y sonriendo con una sonrisa de franca satisfacción—. Ha conseguido un permiso para asistir a nuestra boda. ¡Qué bien! ¿Verdad? Es arcabucero de caballería. ¡Oh! ¡Un cuerpo estupendo! ¡Si tú te vistieses así, Eustaquio! Pero no eres ni bastante alto ni bastante fuerte.
—¿Y cuánto tiempo —insinuó con timidez el buen Eustaquio— nos hará el señor la honra de permanecer con nosotros en París?
—Depende... —dijo el arcabucero irguiéndose y no sin retrasar un poco su respuesta—. Nos han enviado a Berry para exterminar a los villanos; si por algún tiempo permanecen todavía tranquilos les concederé a ustedes hasta un mes; pero, de todos modos, por San Martín nos destinarán a París para reemplazar al regimiento de M. de Humières, y entonces podré verlos a diario ya indefinidamente.
Eustaquio examinaba al arcabucero cuando podía evitar su mirada, y decididamente le encontraba un desarrollo físico muy excesivo para lo que es natural en un sobrino.
—He dicho a diario y he dicho mal —prosiguió el militar—, pues los jueves tenemos que asistir a la gran parada; pero como disponemos de la noche, ese día cenaré siempre con ustedes.
"¿Pero es que también se propone comer los demás días?" —pensó Eustaquio. Y dirigiéndose a Javotte: —Pues no me habíais dicho nunca, señorita Goubard, que vuestro sobrino fuese tan...
—¿Tan buen mozo? ¡Oh, sí! ¡Cómo ha crecido! ¡Caramba, es que hace siete años que no habíamos visto a este pobre José, y desde entonces ha pasado mucha agua por el río!
"Y mucho vino por su gaznate —pensó el hortera, deslumbrado por la cara resplandeciente de su futuro sobrino—. No se le enciende a uno el rostro bebiendo vino aguado, y las botellas de maese Goubard van a bailar la danza de los muertos antes (y acaso después) de la boda."
—¡Vamos a comer! Papá debe estar impaciente —dijo Javotte abandonando su sitio—. ¡Ay, José, dame el brazo! Y pensar que antes, cuando yo tenía doce años y tú diez, era yo la más alta; me llamabas la mamá... ¡Y qué orgullosa que voy a ir del brazo de un arcabucero! Me llevarás de paseo, ¿verdad? ¡Salgo tan poco! Y como no puedo salir sola... Los domingos por la tarde tengo que asistir a los ejercicios piadosos porque pertenezco a la Cofradía de la Virgen en los Santos Inocentes; llevo una cinta del estandarte.
Este charloteo de chiquilla rimado con el retumbante paso del militar, y esta forma grácil y ligera que andaba a saltitos cogida del brazo del cuerpo pesadote y rígido se perdieron pronto en la sombra callada de los pilares que bordean la calle de la Tonelería, dejando ante los ojos de Eustaquio como una niebla y en sus oídos un zumbido de voces.
Hasta ahora hemos ido precisando el desarrollo de esta burguesa historia sin emplear para contarla más tiempo del que a ella le ha sido necesario para suceder; y ahora, a pesar de nuestro respeto, o, mejor aún, de nuestra estima profunda por la unidad de la novela, nos vemos obligados a dar un salto de algunas jornadas, aun violando esa unidad. Las tribulaciones que a Eustaquio inspiró su futuro sobrino serían bastante interesantes para relatarlas; pero fueron bastante menos amargas de lo que pudiera pensarse por lo que llevamos dicho. Eustaquio se sintió muy pronto tranquilo en lo tocante a su novia; Javotte, en realidad, no había hecho otra cosa que experimentar una impresión, acaso demasiado grata, de sus recuerdos de niña, que en una vida tan sosegada como la suya adquirían extraordinaria importancia. De momento ella sólo había visto en el arcabucero de caballería el niño alegre y bullicioso, antiguo compañero de travesuras; pero no tardó en notar que este niño había crecido, que había tomado otros rumbos, y se tornó reservada para con él.
En cuanto al militar, aparte de algunas familiaridades que eran en él un hábito, no aparentaba abrigar malas intenciones acerca de su joven tía; hasta puede decirse que era uno de esos muchachos, bastante numerosos por cierto, a los que las muchachas hacendosas inspiraban pocos deseos; y "por ahora —decía con Tabarín—, la botella es mi querida". Los tres primeros días que estuvo en París no dejó un momento a Javotte y la llevó por las noches al Cours de la Reine, acompañados únicamente por el ama de llaves de su casa, con gran pena para Eustaquio. Pero esto no duró mucho; él no tardó en aburrirse de su compañía y se dedicó a salir solo durante todo el día, guardando, hay que decirlo, el respeto a las horas de las comidas.
Por tanto, lo único que inquietaba ya al futuro esposo era ver tan bien establecido en la casa que iba a ser suya después del matrimonio a ese pariente que no parecía muy fácil de desahuciar dulcemente, pues cada día se le veía como incrustado más sólidamente en ella. Y eso que de Javotte sólo era sobrino afín, pues era hijo del primer matrimonio de la difunta esposa de maese Goubard.
¿Pero cómo decirle que exageraba la importancia de los vínculos familiares y que tenía ideas demasiado exigentes, demasiado arriesgadas y hasta cierto punto demasiado patriarcales respecto a los derechos y privilegios de su parentesco?
Sin embargo, era posible que él mismo se diese cuenta de su indiscreción, y Eustaquio se consideró obligado a tener paciencia como las damas de Fontainebleau cuando la corte está en París, según reza el refrán.
Pero una vez celebrada la boda, el arcabucero no sólo no mudó de costumbres, sino que todavía pensó que, gracias a la tranquilidad de los villanos, podría conseguir un permiso para quedarse en París hasta que llegase su cuerpo. Eustaquio intentó algunas alusiones epigramáticas, como, por ejemplo, decir que hay gentes que confunden las tiendas con fondas, y muchas más, que o no fueron por él apreciadas o le parecieron débiles; por otra parte, tampoco Eustaquio se atrevía a dirigirse francamente a su mujer o a su suegro, para no adquirir un aspecto de hombre interesado desde los primeros días de su matrimonio, cuando realmente a éste debía todo lo que era.
Además, la compañía del soldado no tenía nada atrayente: su boca era constante campana de su gloria, que había conquistado en parte por sus triunfos en los más formidables combates, llegando a ser el terror de los ejércitos, y en parte también por sus proezas contra los villanos, infelices aldeanos franceses a los que los soldados del rey Enrique combatían porque no podían pagar el tributo y no podrían aquéllos gozar de su famosa olla de gallina.
Era bastante frecuente en aquellos tiempos esa fanfarronería jactanciosa, y así puede verse en los tipos de los Taillebras y de los capitanes Matamoros, constantemente reproducidos por las obras cómicas del teatro de la época, y seguramente, a mi juicio, provocados por la irrupción victoriosa de la Gascuña en París.
Esta presunción ridícula se fue debilitando a medida que se extendía, y algunos años más tarde el barón Foeneste era ya una víctima muy débilmente atacada, pero mucho más cómica, y ya en la comedia del Monteur se mostró, en 1662, reducida a proporciones casi comunes.
Pero lo que al bueno de Eustaquio le llamaba más la atención en las costumbres del militar era una inclinación natural a tratarle a él como si fuese un pobre crío, burlándose de los rasgos poco afortunados de su cara, y, en resumen, a ponerle en ridículo delante de Javotte, cosa muy perjudicial en los primeros días de matrimonio, cuando el recién casado ha de establecer su prestigio asentándolo con pie firme y tomar sus posiciones para el porvenir; téngase en cuenta además que era muy fácil herir la vanidad, todavía flamante y empingorotada, de un hombre recién establecido, patentado y juramentado.
No tardó en colmar la medida una nueva tribulación. Como Eustaquio iba a formar parte de la ronda gremial, y como no quería, al igual que el honrado maese Goubard, desempeñar su oficio vestido de burgués y con una alabarda de alquiler, se compró una espada de cazoleta que no tenía ya cazoleta, una celada y una loriga de cobre rojo que exigía ya el martillo de un calderero, y después de pasar tres días limpiándolas y bruñéndolas consiguió darles el brillo que antes no tenían; pero cuando, engalanado con tales armas, se puso a pasear orgullosamente por la tienda, preguntando si tenía mucha gracia para llevar la armadura, el arcabucero se echó a reír como si le hiciesen cosquillas en la planta de los pies y le aseguró que parecía ir vestido con la batería de cocina.
Así las cosas, aconteció que una tarde —era el día 12 o 13, desde luego, un jueves— Eustaquio cerró su tienda muy temprano, cosa que no se hubiese él permitido de no estar ausente maese Goubard, que se había marchado la víspera para dar un vistazo a su hacienda de Picardía, porque pensaba instalarse en ella tres meses más tarde, cuando su sucesor estuviese sólidamente establecido en el puesto y mereciera plenamente la confianza de los demás comerciantes y mercaderes.
Sucedió que esa noche el arcabucero, al volver como acostumbraba, encontró cerrada la puerta y las luces apagadas. Esto le asombró muchísimo, porque en el Châtelet no había sonado todavía la hora de cerrar, y como casi siempre, por regla general, volvía un poco animado por el vino, su contrariedad se tradujo en un terno que hizo estremecer en su entresuelo a Eustaquio, que aún no se había acostado, muy temeroso ya por la audacia de su resolución.
"¡Hola! ¡Caramba! —exclamó el otro dando una patada en la puerta—. ¿Acaso es fiesta esta tarde? ¿Es hoy acaso San Miguel, fiesta de los traperos, rateros y descuideros?"
Y golpeaba en la puerta con los nudillos de la mano cerrada; pero esto no inquietó nada a Eustaquio; fue como si alguien majara agua en un mortero.
"¡Vive Dios! ¡Mi tío y mi tía! ¿Es que os habéis empeñado en que me acueste al aire libre sobre los adoquines, a merced de los perros y de todos los animales? ¡Caramba! ¡Váyanse al diablo los parientes! ¡Recontra, serán capaces de todo! ¿Y los buenos sentimientos? ¡Granujas! ¡Ea! ¡Ea! ¡Baja pronto, burgués; te traigo dinero! ¡Mala peste te coma, bribón!"
Toda esta arenga del pobre sobrino dejó impertérrito el rostro de madera de la puerta; sus palabras se perdían inútilmente como las del venerable Beda cuando predicaba a un montón de piedras.
Pero cuando las puertas están sordas las ventanas no permanecen ciegas, y hay un modo muy sencillo de iluminarles la vista; de pronto el soldado se hizo esta reflexión; salió de la sombría galería de los pórticos, retrocedió hasta el medio de la calle de la Tonelería, y cogiendo una piedra la lanzó tan bien que destrozó el cristal de una de las ventanitas del entresuelo. Era éste un incidente que Eustaquio no había calculado, una interrogante formidable para esta pregunta que resumía todo el monólogo del militar: "¿Por qué no se me abre la puerta?..."
Eustaquio tomó de pronto una resolución: pues un timorato, cuando pierde la cabeza, es como avaro que cuando empieza a despilfarrar llega siempre a las mayores exageraciones; además se había propuesto mostrarse por una vez siquiera hombre de agallas ante su esposa, que acaso no tuviera por él gran respeto viéndolo durante muchos días servir de botarga al militar, con la sola diferencia de que la botarga alguna vez suele dar muy buenos golpes a cuenta de los que continuamente recibe. Se lió, pues, la manta a la cabeza, y antes de que Javotte tuviese tiempo de detenerle precipitóse por la escalerilla angosta del entresuelo. Descolgó al pasar por la trastienda su charrasco, y únicamente cuando sintió en su mano ardorosa el frío de la empuñadura de cobre se detuvo un momento, y con pies de plomo se encaminó hacia la puerta, cuya llave llevaba en la mano izquierda. Pero un segundo cristal que se rompió con gran estruendo, y los pasos de su mujer, que oyó tras los suyos, le devolvieron toda su energía. Abrió precipitadamente la maciza puerta y se plantó en el umbral con la espada desnuda, como el arcángel en la puerta del Paraíso terrenal.
—¿Qué es lo que quiere este trasnochador? ¿Este canalla borrachín de peleón? ¿Este camorrista de tres al cuarto?... —gritó con una voz que si hubiese sido un poco más baja de tono le habría salido temblona—. ¿Es ésa la manera de portarse con las buenas gentes?... ¡Ea! ¡Márchese usted corriendo y váyase a dormir con los de su calaña, bajo los pórticos, o llamo a mis vecinos y a la ronda para que le prendan!
—¡Oh! ¡Oh! ¡Mira cómo chilla el tontaina! ¿Qué te han dado esta noche, que estás tan valiente? ¡Vamos!... Esto ya es otra cosa... Me gusta oírte hablar trágicamente como un matonzuelo fanfarrón; las gentes enérgicas son mis amigos... ¡Acércate y dame un abrazo, Picrochole!
—¡Largo de aquí, granuja! ¿No oyes a los vecinos, que ya se están despertando con tu escándalo y que te van a meter en el primer cuerpo de guardia como a un estafador o a un ladrón? ¡Vete, pues, y no muevas escándalo ni vuelvas más por aquí!
Pero, lejos de irse, el soldado avanzó hacia la puerta, actitud que veló un poco las últimas palabras de la réplica de Eustaquio.
—¡Muy bien hablado! —le dijo el soldado a éste—. El aviso es afectuoso y merece que se pague...
En un decir Jesús se halló junto al joven mercader y le soltó tal capirotazo en la nariz que se la puso como el carmín.
—Guárdatelo todo si no tienes para cambiar, ¿sabes? —dijo—. ¡Y hasta la vista, tío!
Eustaquio no pudo tolerar pacientemente ante su esposa afrenta semejante, más vergonzosa todavía que un bofetón, y a pesar de los esfuerzos que Javotte hizo para retenerle, él se arrojó sobre su adversario, que huía, y le soltó un mandoble que habría honrado al brazo del valeroso Roger si la espada hubiese sido una buena tizona; pero desde las guerras religiosas ya no cortaba, y ni siquiera le estropeó el correaje al soldado; éste cogió al punto las manos a su contrincante, de suerte que la espada se le cayó en seguida, y se puso a gritar todo lo alto que pudo, arremetiendo a su verdugo con fuertes patadas en las medias botas.
Felizmente Javotte se interpuso, pues aunque los vecinos contemplaban la lucha desde las ventanas, no pensaban ni con mucho bajar para darle fin; y Eustaquio, desprendiendo sus dedos amoratados del dogal viviente que los había estrangulado, tuvo que frotárselos mucho tiempo para quitarles la figura cuadrada que habían adquirido.
—¡No te tengo miedo —exclamó— y nos volveremos a ver! ¡Mañana por la mañana, si tienes una pizca siquiera de dignidad, ve al Pré-aux-Clercs!... ¡A las seis, bergante! ¡Para batirnos allí a muerte, bravucón!
—¡No está mal elegido el sitio, campeoncete mío, y nos portaremos como caballeros! ¡Hasta mañana entonces! ¡Por San Jorge que te ha de parecer corta la noche!
El militar pronunció estas palabras con un tono comedido que hasta entonces no había empleado. Eustaquio se volvió orgullosamente hacia su mujer: su desafío le había hecho crecer seis palmos. Recogió su espada y empujó la puerta con estrépito.
Cuando despertó el joven pañero se sintió completamente desamparado de su valor de la víspera. No le costó mucho reconocer que había hecho el ridículo proponiendo un duelo al soldado, él que no sabia manejar más armas que la vara, con la que frecuentemente, en sus tiempos de aprendiz, había jugado a desafíos con sus compañeros en el campo cerrado de los Cartujos. Entonces no tardó en tomar la firme resolución de quedarse en casa y dejar que su adversario se pasease por el Pré-aux-Clercs luciendo su garbo y balanceándose como un ganso.
Cuando transcurrió la hora de la cita se levantó, abrió la tienda y no le dijo a su mujer ni una sola palabra de lo que ocurriera la víspera; ella, por su parte, evitó también la menor alusión. Desayunaron silenciosamente, y después Javotte fue, como de costumbre, a establecerse bajo el toldo rojo, dejando a su marido ocupado, con ayuda de la sirvienta, en examinar una pieza de tela para buscarle los defectos. Hay que advertir que frecuentemente dirigía su mirada hacia la puerta, temiendo cada vez que su formidable pariente se presentara a reprocharle su pusilanimidad y su falta de palabra. En efecto: a eso de las ocho y media vio surgir a lo lejos un uniforme de arcabucero bajo los pórticos, aún bañados en una semioscuridad que hacía parecer al arcabucero un soldadote de Rembrandt que brillara por el triple resplandor de su morrión, de su coraza y de su nariz, funesta aparición que rápidamente se agrandaba y se esclarecía y cuyo paso metálico parecía marcar los minutos de la última hora del pañero.
Pero el mismo uniforme no vestía idéntico cuerpo, o para decirlo de un modo más sencillo: era un militar compañero del otro, que se paró delante de la tienda de Eustaquio, que a duras penas volvía de su espanto, y le dirigió la palabra con mucha calma y gran cortesía.
Ante todo le hizo saber que su adversario, después de haberle esperado durante dos horas en el lugar de la cita, y no viéndole, había pensado si algún imprevisto accidente le habría impedido acudir, y por ello estaba dispuesto a volver al día siguiente a la misma hora y al mismo sitio y a permanecer el mismo tiempo allí; y que si esta segunda vez lo hacía con igual éxito que la primera se encaminaría en seguida a la tienda, le cortaría las dos orejas y se las metería en el bolsillo, como en 1605 había hecho el célebre Brusquet con un escudero del duque de Chevreuse por el mismo motivo, obteniendo de ese modo el aplauso de toda la corte y siendo juzgado por todos como persona de buen gusto.
A esto contestó Eustaquio que su adversario ofendía su valor con semejante amenaza y con ello le daba doble motivo de combate; añadió a esta razón que el obstáculo no consistía en otra cosa que en la falta de alguien que no había podido encontrar para que le sirviera de padrino.
El arcabucero pareció quedarse convencido con esta explicación y se permitió aconsejar al pañero que encontraría excelentes padrinos en el Puente Nuevo, delante de la Samaritana, por donde acostumbraban pasearse gentes que no tenían otra profesión y que por un escudo se encargaban de apadrinar el desafío de cualquiera, y hasta de proporcionar espadas. Tras estas observaciones hizo una profunda reverencia y se retiró.
Cuando Eustaquio se quedó solo se puso a pensar, y durante mucho tiempo permaneció sumido en un estado de perplejidad; su espíritu se perdía solicitado por estas tres distintas soluciones: ya pensaba denunciar al juez las molestias y amenazas del militar y pedirle autorización para llevar armas con qué defenderse; pero esta solución siempre le exponía a un combate. Ya se decidía por ir al terreno avisando a los policías de modo que los detuviesen cuando el duelo fuese a comenzar; pero bien pudieran llegar cuando hubiese terminado. O bien pensaba consultar al bohemio del Puente Nuevo. Esta última solución le decidió por fin.
Al mediodía la sirvienta relevó a Javotte en el puesto del toldo rojo, y ésta se fue a comer con su marido. Nada dijo el pañero a su mujer de la visita que recibiera por la mañana; pero cuando acabaron de comer le rogó a ella que atendiera la tienda mientras él iba a hacer propaganda de los géneros a casa de un gentilhombre que acababa de llegar y que quería hacerse vestir por él. En efecto, tomó su muestrario y se dirigió hacia el Puente Nuevo.
El Château-Gaillard, situado a la orilla del río, en el extremo meridional del puente, era un pequeño edificio coronado por una torre redonda que sirvió de prisión en otros tiempos, pero que ahora empezaba a arruinarse, a desmoronarse y no era ya habitable; servía sólo de refugio para los que no tenían otro asilo. Eustaquio, después de andar algún tiempo vacilantemente por el suelo pedregoso, encontró una puertecita en el centro de la cual había un murciélago clavado. Llamó tímidamente y el mono de maese Gonin le abrió en seguida descorriendo el cerrojo, faena que ya sabía hacer porque estaba amaestrado como suelen estarlo los gatos domésticos algunas veces.
El prestidigitador estaba leyendo ante una mesa. Se volvió gravemente y le hizo una indicación al joven pañero para que se sentase en un banquillo. Cuando Eustaquio le contó su aventura le aseguré que era la cosa más fácil del mundo, pero que, no obstante, había obrado muy bien dirigiéndose a él.
—Lo que usted desea es un hechizo —añadió—, un hechizo mágico para vencer a su adversario irremisiblemente. ¿No es todo lo que necesita usted?
—Desde luego, si lo hay.
—Aunque todo el mundo se dedique a fabricar hechizos no encontrará usted ninguno tan eficaz como el mío; mi hechizo no es como otros, fruto de un arte diabólico, sino producto de una ciencia profunda de magia blanca, y no puede en modo alguno comprometer la salvación del alma.
—¡Eso está muy bien! —dijo Eustaquio—. Si no fuese así me guardaría yo mucho de usarlo. ¿Pero cuánto cuesta su mágico producto? Porque no sé yo todavía si lo podré pagar...
—Piense que va a comprar su vida y la gloria además. Siendo así, ¿cree que puede pedirse menos de cien escudos por esas dos cosas?
—¡Cien diablos que te lleven! —refunfuñó Eustaquio, cuyo rostro se ensombreció—. ¡Es más de lo que yo tengo! ¿Y qué vale mi vida sin pan y la gloria sin vestidos? ¿Y quién me dice a mí que ese hechizo no es una promesa de charlatán para embaucar a las gentes crédulas?
—No me pague usted hasta después de usarlo.
—Eso ya es otra cosa... En fin, ¿qué desea usted como señal?
—La mano tan sólo.
—Vamos, hombre... Soy un grandísimo tonto escuchando sus paparruchas. ¿No me predijo usted que acabaría en la horca?
—Sin duda, y no me desdigo.
—Entonces, si eso es cierto, ¿qué más me da el duelo?
—Nada... unas cuantas estocadas y mandobles, para abrirle al alma más grandes las puertas... Después de esto le cogerán y le ahorcarán sin remedio en la media cruz, más alto o más bajo, muerto o vivo, pues así lo manda la ordenanza. Y de ese modo su destino se cumplirá. ¿No lo comprende?
Hasta tal punto lo comprendió el pañero, que se apresuró a ofrecer su mano al prestidigitador como prueba de asentimiento, y le pidió diez días de plazo para recoger el dinero con qué pagarle, a lo cual el otro accedió tras de anotar en la pared el día fijo del término. Inmediatamente cogió el libro de Alberto el Grande comentado por Cornelio Agripa y el abate Trithème, le abrió por el capítulo de los combates singulares, y para convencer aún más a Eustaquio de que su operación no tenía nada de diabólica le dijo que podía seguir rezando sus oraciones sin peligro de que eso constituyera obstáculo. Levantó entonces la tapa de un cofre, sacó un cacharro de barro sin barnizar y mezcló en él varios ingredientes que, según parecía, estaban recetados en el libro, mientras recitaba quedamente no sé qué sortilegio. Cuando terminó cogió la mano derecha de Eustaquio, que con la izquierda hacía el signo de la cruz, y se la untó hasta la muñeca con la mixtura que acababa de componer.
Luego sacó de otro cofrecillo un frasco muy viejo y muy pegajoso, e inclinándolo lentamente derramó algunas gotas sobre el dorso de la mano, pronunciando unas palabras en latín muy parecidas a las fórmulas que los sacerdotes emplean para el bautismo.
Entonces fue cuando Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le espantó muchísimo; le parecía que la mano se le hinchaba, y a pesar de esto, caso rarísimo, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir sus articulaciones como un animal cuando despierta; después no sintió ya nada; la circulación pareció restablecerse y maese Gonin dijo que todo había concluido y que ya podía desafiar hasta los espadachines más empingorotados de la corte y del ejército y hacerles ojales por todos los botones inútiles con que la moda recargaba sus uniformes.
Al día siguiente por la mañana cuatro hombres atravesaban las verdes avenidas del Pré-aux-Clercs buscando un sitio adecuado y bastante oculto. Cuando llegaron al borde de la colina que hay en la parte meridional se detuvieron en el sitio dispuesto para un juego de bolos, que les pareció terreno muy indicado para desafiarse cómodamente. Entonces Eustaquio y su contrincante se desnudaron los jubones y los padrinos los reconocieron a entrambos bajo la camisa y bajo las calzas. El pañero no dejaba de estar emocionado, pero tenía fe en el augurio del bohemio, pues ya se sabe que nunca las operaciones mágicas, bebedizos, filtros o sortilegios tuvieron más crédito que entonces, dando lugar a tantísimos procesos, de los cuales los registros de los tribunales están llenos, siendo curioso que hasta los jueces eran crédulos y dados al común sentir.
El padrino de Eustaquio, alquilado por éste en el Puente Nuevo mediante pago de un escudo, saludó al padrino del arcabucero y le preguntó si también él estaba dispuesto a batirse; pero como le contestase negativamente, se cruzó de brazos con indiferencia y se hizo atrás para contemplar a los campeones.
El pañero no pudo evitar un salto del corazón cuando su adversario le hizo el saludo de armas, que él no contestó. Permanecía inmóvil, enhiesta ante él la espada como si fuese un cirio, y tan mal puesto en su guardia, que el militar, en el fondo muchacho de buen corazón, se prometió no hacerle más que un rasguño. Pero apenas se hubieron cruzado las armas, Eustaquio notó que su mano arrastraba con violencia su brazo, agitado por un extraño impulso. Hablando exactamente, sólo se daba cuenta de la existencia de su mano por los tirones poderosos que daba a los músculos del brazo. Sus movimientos tenían una fuerza y una elasticidad prodigiosas, comparables tan sólo a las de un muelle de acero; así que el militar casi se dislocó la muñeca al parar un golpe en tercera; pero un golpe en cuarta le lanzó la espada a diez pasos, mientras la de Eustaquio, sin tomar nuevo impulso, con la sola energía de su ataque, le atravesó tan violentamente el cuerpo que la cazoleta se incrustó en el pecho. Eustaquio, que no se había tirado a fondo y que además fue arrastrado por una sacudida imprevista de la mano, se habría roto la crisma al caer cuan largo era, de no hacerlo sobre el vientre de su adversario.
"¡Dios, qué muñeca! —exclamó el padrino del arcabucero—. Este buen hombre sería capaz de matar al caballero Arranca-Pinos. Verdaderamente no le ayudan la gracia ni el buen tipo; pero en cuanto a fuerza en el brazo, es peor que un arquero del país de Gales."
Entre tanto Eustaquio se levantó con ayuda de su padrino, y se quedó un momento absorto ante lo que acababa de suceder; pero cuando llegó a ver claramente al arcabucero tendido a sus pies y clavado con la espada en el suelo como un escarabajo pudiera estarlo en un círculo mágico, echó a correr de tal modo que se dejó olvidado sobre el musgo su jubón dominguero, acuchillado y adornado con franjas de seda.
Por lo demás, como el soldado estaba bien muerto, los dos padrinos no ganaban nada permaneciendo allí, y también se alejaron rápidamente. Habrían andado unos cien pasos cuando el padrino de Eustaquio exclamó, dándose una palmada en la frente:
"¿Pues no me olvidaba de mi espada, que se la presté al pañero?"
Dejó al otro que continuara su camino, y una vez en el lugar del desafío se puso a registrar los bolsillos del muerto, hallando solamente unos dados, un trozo de bramante y unos naipes sucios y viejos.
¡Fulaló, más que Fulaló! —murmuró—. ¡Mira que otro curda sin duqueles! ¿No tienes ni una lúa siquiera? ¡Qué el prevarengue te quimpiñe, soplamechas!"
La erudición enciclopédica de nuestro siglo nos excusa explicar en esta frase todos sus términos si no es el último, que alude a la profesión arcabucera del difunto.
No atreviéndose nuestro hombre a llevarse ninguna prenda del uniforme, pues su venta hubiera podido comprometerle, se conformó arramblando con las botas, que con el jubón de Eustaquio enrolló bajo la capa, y se alejó refunfuñando.
El pañero estuvo varios días sin salir de su casa, con el corazón oprimido por aquella muerte trágica que él había causado por unas ofensas bastante ligeras y por un medio reprobable y condenable lo mismo en este mundo que en el otro. Había momentos en que todo se le aparecía como un sueño, y si el jubón que dejó olvidado en el Pré no hubiese sido un testimonio que brillaba por su ausencia no habría creído en la exactitud de su memoria.
Una tarde, por fin, y para abrir los ojos a la realidad, se dirigió hacia el Pré-aux-Clercs haciendo como que iba a darse un paseo. Cuando vio el juego de bolos en el que se realizó el desafío padeció un mareo y tuvo que sentarse. Unos cuantos procuradores estaban allí jugando, como es costumbre suya antes de cenar. Eustaquio, cuando la neblina que empañaba sus ojos se disipó, creyó ver sobre el duro terreno, entre los pies separados de uno de los jugadores. un gran reguero de sangre.
Se levantó convulsivamente y aceleró el paso para salir del paseo, siempre llevando grabado en los ojos el reguero de sangre que, guardando su forma, se le aparecía en todos los objetos que miraba de pasada, como esas manchas lívidas que durante unos segundos bailan ante nuestros ojos cuando los fijamos en el sol.
Al regresar a su casa creyó notar que le habían seguido. Sólo entonces pensó que los agentes del hotel de la Reina Margarita, ante el cual había pasado la otra mañana y esta misma tarde, acaso le habían reconocido; y aunque entonces no se aplicaban con rigor las leyes contra el duelo, Eustaquio pensó que muy bien podían juzgar conveniente ahorcar a un pobre mercader para escarmiento de los cortesanos, a quienes en aquel tiempo no se osaba castigar, como más tarde se hiciera.
Esta idea y otras muchas le hicieron pasar una noche muy agitada: no podía cerrar los ojos sin que se le apareciesen en seguida mil patíbulos mostrándole sus sogas, de cuyos extremos pendían muertos que se retorcían en una risa horrenda o esqueletos cuyas costillas se dibujaban claramente contra el fondo luminoso de la faz de la luna.
Pero una idea feliz barrió de pronto aquellas lúgubres visiones: Eustaquio se acordó del magistrado, viejo cliente de su suegro, que tan amablemente le había acogido a él otra vez; se propuso visitarle al día siguiente y confesárselo todo, persuadido de que le protegería aun cuando sólo fuese en consideración a Javotte, a la que había visto y acariciado desde niña, y a maese Coubard, al que tenía en gran aprecio. El pobre pañero se durmió por fin y descansó hasta la mañana, bien apoyada su cabeza sobre la bendita almohada de esa resolución.
Al día siguiente, cerca de las nueve, llamaba a la puerta del magistrado. El ayuda de cámara, creyendo que venía a tomar medidas para un traje o a proponer alguna venta, lo condujo en seguida ante su señor, que, medio tumbado en un sillón con almohadones, estaba leyendo una obra regocijante. Tenía entre las manos el antiguo poema de Merlín y Coccaie, y le producía especial deleite la narración de las proezas de Balde, estupendo prototipo de Pantagruel, y más aún le regocijaban las inimitables sutilezas y cuquerías de Cingar, ese grotesco patrón que tan admirablemente sirvió para modelar el tipo de nuestro Panurgo.
El magistrado Chevassut iba por la historia de los carneros que Cingar consigue arrojar de la nave tirando al mar uno que él ha comprado, y al que todos los demás siguen en seguida, cuando se dio cuenta de la visita que recibía, y dejando el libro sobre una mesa se volvió hacia el pañero con muy buen talante.
Le preguntó por la salud de su mujer y de su suegro y le gastó todo género de triviales bromas aludiendo a su nuevo estado. El buen muchacho aprovechó esta ocasión para contar su aventura, y después de narrar todo cuanto con el arcabucero le sucedió, animado por el aire paternal del magistrado, le relató también el triste desenlace que había tenido el desafío.
Chevassut le miró más asombrado que si estuviese viendo al propio gigante Fraccasa de su libro, o al fiel Falquet, que parecía un lebrel, en vez de Eustaquio Bouteroue, comerciante de los pórticos; pues aunque ya supiese que se sospechaba del tal Eustaquio no había prestado el menor crédito a esos informes, ni creído ese lance extraordinario en que una espada clavaba en el suelo a un arcabucero del rey y nada menos que por obra de un dependiente de pañería poco más alto que Gribouille o Triboulet.
Pero cuando ya no pudo dudar del hecho le aseguró al pobre pañero que se valdría de toda su influencia para silenciar el asunto y para despistar a los agentes de la justicia, y le prometió que si los testigos no le acusaban, podía dentro de poco vivir tranquilo y libre del dogal.
Ya el magistrado le acompañaba personalmente a la puerta y le reiteraba sus promesas, cuando, en el instante de despedirse humildemente de él, Eustaquio le soltó un bofetón que le volvió la cara del revés, un bofetón que le puso al magistrado el rostro mitad rojo y mitad azul, como el escudo de París, y le sumió en el mayor de los asombros, con un palmo de boca abierta y más callado que un pez.
El pobre Eustaquio se espantó tanto de su acción, que se postró a los pies del magistrado y le pidió perdón para su irreverencia con el tono más suplicante y con las más lastimeras razones, imaginando que había sido presa de un movimiento convulsivo imprevisto, en el que su voluntad no entraba para nada, y para el cual pedía la misericordia suya y el perdón de Dios. El anciano le levantó, más asombrado que colérico; pero apenas Eustaquio estuvo de pie, cuando con el revés de la mano, y para que hiciese pendant con el anterior, dio otro bofetón en la mejilla libre del magistrado, tan fuerte, que los cinco dedos se le quedaron grabados como un buen molde, con el que hubieran podido reproducirse.
Esta repetición era ya insoportable, y monsieur Chevassut corrió hacia la campanilla para llamar a sus gentes; pero el pañero le persiguió continuando la danza de su mano, lo cual constituía una escena rarísima, porque a cada señor bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en excusas llorosas y ahogadas súplicas, que contrastaban del modo más grotesco con sus obras; pero en vano intentaba él detener los impulsos a que le arrastraba su mano; parecía un niño que sujeta con un cordel a un pajarillo atado por la pata. El pajarillo tira del niño, asustado, hacia todos los rincones, y éste no se atreve a dejarle volar, al mismo tiempo que carece de valor para detenerlo. Del mismo modo el malhadado Eustaquio iba impulsado por su mano a la cara del magistrado, que se defendía tras las sillas y las mesas, y tocaba el timbre, y llamaba, furioso por el dolor y loco de rabia. Por fin los criados entraron, cogieron a Eustaquio Bouteroue y lo tiraron al suelo, sofocado y desfallecido. Monsieur Chevassut, que no creía, desde luego, en la magia blanca, pensaría seguramente que había sido burlado y maltratado por el pañero sabe Dios por qué; por lo cual hizo buscar a los agentes, a los cuales abandonó a su hombre, acusándole doblemente de homicidio en duelo y de ultrajes de obra y en el propio domicilio a un magistrado. Eustaquio no tornó en sí hasta que oyó los cerrojos del calabozo que le habían destinado.
—¡Soy inocente! —gritaba dirigiéndose al carcelero que le llevaba.
—¡Ay ganapán! —repuso gravemente el carcelero—. ¿Con quién cree usted tratar? Todos los que tenemos aquí son inocentes de la misma clase.
A Eustaquio le habían metido en una de esas celdas de los sótanos del Châtelet de las cuales decía Cyrano que si alguien le hubiera visto le habría tomado por una bujía bajo un apagavelas.
"Si es que me dan —pensó después de recorrer todos los rincones del celducho con una pirueta—, si es que me dan este vestido de rocas para que me sirva de traje, me resulta demasiado ancho; si para tumba, es demasiado estrecho. Los piojos tienen los dientes más largos que el cuerpo y constantemente la piedra le hace a uno daño, pues no es peor el mal de piedra porque la piedra esté fuera."
Aquí fue el reflexionar de Eustaquio sobre su mala suerte; aquí el maldecir del fatal favor que el prestidigitador le había hecho distrayendo uno de sus miembros a la natural autoridad de su cabeza, lo cual daba origen a toda clase de desórdenes que forzosamente tenían que sucederle. Pero la mayor sorpresa de Eustaquio fue ver al fatal Gonin en un calabozo y oír cómo le preguntaba tranquilamente qué tal se encontraba.
—¡Anda y que el diablo te lleve a ti y a tu alma! ¡Canalla embaucador y farsante gitano —le dijo—, tus encantamientos tienen la culpa!
—¿Cómo se entiende? —le contestó Gonin—. ¿Tengo yo la culpa de que no haya usted venido el décimo día para deshacer el encantamiento trayéndome el dinero convenido?
—¿Eh? ¿Acaso sabía yo que le corría tanta prisa el dinero? —dijo Eustaquio amainando el tono de su reproche—. ¿A usted, que puede hacer oro cuando le da la gana, como Flamel el alquimista?
—¡De ningún modo, de ningún modo! —contestó el otro—. ¡Es todo lo contrario! Desde luego podría algún día realizar esa obra hermética, puesto que estoy en el secreto; pero hasta ahora sólo he logrado transformar el oro fino en muy buen hierro, en hierro purísimo, secreto que también poseía el gran Raimundo Lulio hacia el término de sus días.
—¡Estupenda ciencia! —dijo el pañero—. ¡Ya! ¿Viene usted por fin a sacarme de aquí? ¡Pardiez! ¡Ya era hora! Ya no lo esperaba yo...
—¡Ahí está el busilis precisamente, mi amigo! Desde luego eso es lo que pretendo, y creo triunfar: abrir las puertas sin llaves, para poder entrar y salir; y va usted a ver por medio de qué operación se consigue eso.
Diciendo esto, el bohemio sacó de su bolsillo su libro de Alberto el Grande y, a la luz de una linterna que consigo había traído, leyó el párrafo siguiente:
MEDIO HEROICO QUE USAN LOS LADRONES PARA ENTRAR EN LAS CASAS
Se coge la mano cortada de un ahorcado, que habrá que comprar antes de su muerte; se la sumerge, con cuidado de conservarla casi cerrada, en un vaso de cobre que contenga azufre y nitro con grasa de spondillis. Se somete el vaso a la acción de un fuego lento de helecho y verbena hasta que la mano, al cabo de un rato, esté completamente seca y preparada para conservarse durante mucho tiempo. Después, y fabricando una vela con grasa de foca y sésamo de Laponia, se hace que la mano coja la vela encendida, como si fuese una palmatoria; y váyase a donde se vaya, llevando todo esto delante de uno los cerrojos caen, las cerraduras se abren y todas las personas con las que se tropieza se quedan inmóviles. Esta mano, preparada de tal modo, recibe el nombre de mano de gloria.
—¡Estupendo invento! —exclamó Eustaquio Bouteroue.
—Pues escuche: aunque usted no me haya vendido su mano me pertenece a mí desde luego, puesto que usted no la ha rescatado el día convenido; y la prueba de ello es que una vez transcurrido el plazo, se ha conducido —gracias al espíritu que la manda— de modo que yo pueda gozar de ella a la mayor brevedad. Mañana los tribunales le condenarán a la horca; pasado mañana se ejecutará la sentencia, y el mismo día yo cogeré ese fruto tan codiciado y lo aderezaré como es debido.
—¡No será fácil! —exclamó Eustaquio—. Mañana mismo yo diré a los señores todo el misterio...
—¡Ah, no está mal! Dígalo... y lo más que ocurrirá es que, por haberse servido de la magia, le quemarán vivo, cosa que le irá acostumbrando a la parrilla del señor Diablo... Pero ni aun esto sucederá, porque su horóscopo dice horca, y nada puede librarle de ella.
Entonces el infeliz Eustaquio se puso a gritar tan desesperadamente y a llorar con tanta amargura que daba lástima.
—¡Vamos, vamos, querido amigo! —le dijo cariñosamente maese Gonin—. ¿Por qué rebelarse así contra el destino?
—¡Dios santo! Es muy fácil decir eso... —suspiró Eustaquio— pero cuando se tiene la muerte a dos pasos..
—¡Bueno! ¿Y qué es la muerte, en resumen, para que nos pongamos tan miedosos? ¡A mí la muerte me importa un rábano! A cada puerco le llega su San Martín. ¡Nadie muere antes de su hora!, dijo Séneca el Trágico. ¿Es que acaso es usted el único vasallo de esa dama desnarigada? También lo somos yo, y éste, y aquél, y el de más allá, y Juan, y Pedro... La muerte no respeta a nadie. Es tan atrevida, que lo mismo condena y mata a los papas, a los emperadores y a los reyes que a los prebostes, sargentos y otros canallas por el estilo. Por tanto, no le aflija a usted hacer una cosa que los demás tendrán que hacer más tarde; y aun la condición de los otros es más desgraciada que la suya, pues si la muerte es un mal, sólo lo es para los que van a morir. Así que usted sólo padece un día ese mal, y la mayor parte de las gentes le padecen durante veinte o treinta años y a veces más.
"Un clásico decía: 'La hora que os ha dado la vida ya os la disminuye.' Se está en la muerte mientras se está en la vida, pues cuando ya no se está en la vida se está ya más allá de la muerte; o, para decirlo mejor y más concretamente: la muerte no os importa ni vivo ni muerto: vivo, puesto que sois; muerto, puesto que ya no sois.
"Bástenle, pues, amigo mío, estos razonamientos para darle los suficientes ánimos para beber el ajenjo de la muerte sin hacer muecas, y de aquí hasta entonces medite bien acerca de un bello verso de Lucrecio cuyo sentido es éste: vivid tanto tiempo como queráis: no le quitaréis nada a la eternidad de vuestra muerte."
Después de citar estas hermosas máximas, quintaesenciadas de clásicos y modernos, sofisticadas y sutilizadas según el gusto del siglo, maese Gonin levantó su linterna, golpeó la puerta del calabozo, que el carcelero le abrió, y las tinieblas cayeron de nuevo sobre el preso con la pesadez de una plancha de plomo.
Las personas que deseen conocer todos los detalles del proceso de Eustaquio Bouteroue encontrarán los autos en los Arrêts mémorables du Parlement de Paris, que se hallan en la biblioteca de manuscritos, donde M. Pâris, con su solicitud acostumbrada, les facilitará su lectura. Este proceso tiene la signatura alfabética inmediatamente antes de la del proceso del barón de Boutteville, muy curioso también por el extraño duelo que tuvo con el marqués de Bussi, pues, para mayor burla de las leyes, viajó expresamente de Lorena a París y se batió en la mismísima plaza Real, a las tres de la tarde y en un día de Semana Santa (1627). Mas ahora no se trata de esto. En el proceso de Eustaquio Bouteroue no hay otra acusación que la del duelo y los insultos al magistrado; no se habla del encanto mágico que causó todo su desorden. Pero una nota anexa a los otros procesos remite al Recueil des histoires tragiques de Belleforest (Compendio de historias trágicas de Belleforest, edición de La Haya; la de Rouen está incompleta), y allí es donde se hallan los detalles que hemos de hacer notar en esta aventura, que Belleforest titula, bastante afortunadamente, "Main possédée" ("Mano poseída") .
La mañana de su ejecución, Eustaquio, que había sido encerrado en un calabozo menos oscuro que el otro, recibió la visita de un confesor, que le musitó algunos consuelos espirituales tan adecuados como los del bohemio y que no produjeron mejor efecto. Era un tonsurado que pertenecía a una de esas familias que para enaltecer su nombre siempre tienen un hijo que es abate; llevaba un alzacuello bordado y barba encosmeticada y rizada, en forma de huso, y un par de bigotes muy bien retorcidos, muy gentilmente atusados; tenía el pelo muy rizoso y procuraba hablar con una voz pastosa para tener un decir cariñoso. Eustaquio, al verle tan superficial y tan pimpante, no tuvo valor para confesarle toda su culpa y se confió a sus propias oraciones para conseguir el perdón de Dios.
El sacerdote le absolvió, y para pasar el tiempo, como tenía que permanecer dos horas con el condenado, le enseñó un libro titulado Los lloros del alma penitente, o El regreso del pecador hacia su Dios. Eustaquio abrió el volumen por el capítulo del privilegio real y se puso a leerlo muy compungido, empezando por: "Enrique, rey de Francia y de Navarra, a nuestros súbditos y fieles", etcétera, hasta la frase: "Considerando estas causas, y queriendo tratar favorablemente al supradicho exponente..." Al llegar aquí no pudo contener sus lágrimas y devolvió el libro al sacerdote diciéndole que era muy emocionante y que temía mucho enternecerse si seguía leyendo. Entonces el confesor sacó de su bolsillo una baraja muy bien pintada y propuso a su penitente jugar algunas partidas, que le permitieron ganarle unos cuantos dineros que Javotte le había enviado para que el infeliz se procurara algún consuelo. El pobre pañero no reparaba en el juego, y la pérdida en verdad le era poco sensible.
A las dos salió del Châtelet, temblándole la campanilla al decir los padrenuestros de reglamento, y fue conducido a la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Delfina y del Puente Nuevo, donde se le honró con un patíbulo de piedra. Como muchas gentes le contemplaban, porque la plaza de los Agustinos era el sitio de ejecución más frecuentado, mostró bastante firmeza al subir la escalerilla. Únicamente, como para dar este salto sin importancia se toma uno el mayor tiempo posible, cuando el verdugo se dispuso a pasarle la cuerda por el cuello, tan ceremoniosamente como si fuera a imponerle el Toisón de Oro —pues como estas gentes ejercen su profesión ante mucho público hacen su faena con mucha habilidad y no menos gracia—, Eustaquio le rogó que se detuviera un momento para darle tiempo a rezar dos oraciones a San Ignacio y a San Luis Gonzaga, que había dejado para los últimos entre los santos porque no habían sido canonizados hasta el año 1609; pero el verdugo le contestó que todo aquel público allí estacionado tenía sus quehaceres y que era poco correcto hacerle esperar tanto tiempo, total para un espectáculo tan sencillo como era una simple ejecución, y la cuerda que apretaba el verdugo desde la escalerilla ahogó la súplica de Eustaquio.
Se asegura que cuando todo había terminado y ya el verdugo se iba hacia su casa, maese Gonin se asomó a una ventana del Château-Gaillard que daba a la plaza.
Al punto, aunque el cuerpo del pañero estuviese perfectamente rígido e inanimado, su brazo se irguió y su mano se agitó alegremente, como el rabo de un perro ante la presencia de su dueño. Esto arrancó a la muchedumbre un grito de estupor, y los que ya se marchaban se volvieron presurosos, como espectadores que creyeron terminada la comedia cuando todavía quedaban más actos.
El verdugo subió a la escalerilla y tocó los pies del ahorcado, pulsándole los tobillos; ya no le latían; cortó una arteria, que no manó sangre; pero el brazo seguía agitándose desordenadamente.
El bochín no era hombre que se arredrara por cualquier cosa; se subió sobre las espaldas de su víctima, entre la gritería de los espectadores. Pero la mano trató su rostro granujiento con la irreverencia que había usado para abofetear al magistrado Chevassut; el verdugo, indignado, sacó un gran cuchillo que llevaba siempre bajo su traje y de dos cuchilladas cortó la mano poseída.
Ésta dio un salto prodigioso y cayó ensangrentada en medio de la multitud, que se dispersó espantada; entonces, dando unos cuantos saltos más, merced a la elasticidad de sus dedos, y como todo el mundo le dejaba libre el camino, se encontró muy pronto al pie de la torrecilla del Château-Gaillard; después, trepando con los dedos como un cangrejo por las murallas ásperas y agrietadas, subió hasta la ventana donde el bohemio estaba esperándola.
Belleforest detiene aquí el final de su historia y añade estas palabras: "Esta aventura, anotada, comentada e ilustrada, constituyó durante mucho tiempo la comidilla de la buena sociedad y de las clases populares, siempre ávidas de narraciones extraordinarias y sobrenaturales; pero seguramente será una de esas camamas buenas para divertir a los niños al amor de la lumbre, pero que las gentes sensatas y de buen juicio no deben tomar en serio".
Gérard de Nerval
Ver: La cabellera http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/07/la-cabellera_11.html
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