En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a menos que me desconozca a mí mismo, en modo alguno estaban influidas por el ideal, ni era perceptible ningún matiz del misticismo de mis lecturas, a menos que me equivoque mucho, ni en mis actos ni en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus estudios. Y entonces, entonces, cuando escudriñando páginas prohibidas sentía que un espíritu aborrecible se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de las cenizas de una filosofía muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me demoraba a su lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su melodía se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna.
Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán rápidamente, y los profanos, en todo caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de Fichte, la παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y, sobre todo, las doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad denominada personal creo que ha sido definida exactamente por Locke como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros seres que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo, un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.
Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino. También parecía tener conciencia de la causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.
¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte de Morella? Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la agonía del día.
Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella me llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris.
—Éste es el día entre los días —dijo cuando me acerqué—, el día entre los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y continuó:
—Me muero, y sin embargo viviré.
—¡Morella!
—Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.
—¡Morella!
—Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto —¡ah, cuan pequeño!— que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, ese dolor que es la más perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos, mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el musulmán en la Meca.
—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?
Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió sus miembros y murió; y no oí más su voz.
Sin embargo, como lo había predicho, su hija —a quien diera a luz al morir y que no respiró hasta que su madre dejó de alentar—, su hija, una niña, vivió. Y creció extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la desaparecida, y la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible sentir por ningún habitante de la tierra.
Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía extrañamente en talla e inteligencia. Extraño, en verdad, era el rápido crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah, terribles eran los tumultuosos pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el desarrollo de su inteligencia. ¿Cómo no había de ser así si descubría diariamente en las ideas de la niña el poder del adulto y las aptitudes de la mujer; si las lecciones de la experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante la sabiduría o las pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y pensativos? Cuando todo esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a mi alma ni apartarla de estas evidencias que la estremecían, ¿es de sorprenderse que sospechas de carácter terrible y perturbador se insinuaran en mi espíritu, o que mis pensamientos recayeran con horror en las insensatas historias y en las sobrecogedoras teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del mundo un ser cuyo destino me obligaba a adorarlo, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.
Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave, elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo nuevos puntos de semejanza entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras de parecido y su aspecto era más pleno, más definido, más perturbador y más espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante una identidad demasiado perfecta; que sus ojos fueran como los de Morella, eso podía sobrellevarlo, pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono triste, musical de su voz, y sobre todo —¡ah, sobre todo!— en las frases y expresiones de la muerta en labios de la amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para un gusano que no quería morir.
Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella. De la madre nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin, la ceremonia del bautismo se presentó a mi espíritu, en su estado de nerviosidad e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi destino. Y, ante la pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, acudieron a mis labios, y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple recuerdo solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar, respondió «¡Aquí estoy!»?
Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.
Edgar Allan Poe
Ver: Eleonora http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/02/eleonora_27.html
Berenice http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/berenice.html
Ligeia http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/ligeia.html