Fuerza de huracanes y calor de brasa despedía el contacto de su cuerpo, y luego de realizado el acto en infinita prolongación la cabeza descansaba displicente sobre el albor de la almohada, durmiéndose al instante con alguna frase a medio decir, y participando la existencia de un agotamiento siempre oculto a la luz del día.
Eso no era lo usual. Ninguna muchacha‚ de su casa‚ lo haría. Allí estaba la diferencia, el signo del estigma. Cuando ella le propuso que posara desnudo la situación pasó, de ser graciosa, a convertirse en la señal de alarma más cercana a la realización de la catástrofe. Él podía verla envuelta en sus vestidos con dibujos de flores diminutas y su presencia era como una ráfaga de viento, una nube pasajera, un revoloteo de palomas en vuelo urgente. Caminaba a veces sin dirección precisa dentro de la casa, y nada de lo ocurrido en el espacio de las habitaciones se escapaba a su percepción. El cabello revuelto, castaño, rizado, contribuía al dibujo de su figurita esquiva. El misterio, su misterio era el resultado del contraste. Nadie podía imaginar la explosión de sensualidad que podría engendrar aquella pequeña criatura etérea en las largas noches de la casa grande. Entonces podía ignorarse el velamen producido por el frío otoñal sobre los cristales de la ventana en las que podrían percibirse las líneas discontinuas de las gotas de lluvia resbalando, cuando entre las sábanas la tibia sensación de su piel era presente. Fuerza de huracanes y calor de brasa despedía el contacto de su cuerpo, y luego de realizado el acto en infinita prolongación la cabeza descansaba displicente sobre el albor de la almohada, durmiéndose al instante con alguna frase a medio decir, y participando la existencia de un agotamiento siempre oculto a la luz del día. Ahora quería que posase desnudo, y había escogido el lugar y el gesto, la luz y la distancia, y se lo participaba, ahora, sin más rodeos, como si su presencia en el proyecto fuera sólo un detalle sin importancia y de mínimo requerimiento. Mount Rainier sería el lugar. Nada como el fondo oscuro de la laguna rodeada de los pinos dispersos. La discusión comenzó a convertirse en un hecho cotidiano. Ella lo recordaba continuamente. Bastaba una breve alusión a la limpieza de la cámara fotográfica, al peso de los daguerrotipos. Ella volvía a hablar del viaje a Mount Rainier y el café desbordaría la taza causando una enorme mancha sobre el mantel, o él se cortaría la mejilla con la navaja de afeitar frente al espejo. No era realmente temor lo que sentía frente a la posibilidad del acontecimiento. Su sensación estaba lejos de una definición cercana a algún sentimiento anterior; era nueva, una suma de desconcierto y vergüenza, un deseo de complacerla por instantes y un miedo infinito al futuro inmediato. La imaginaba a ella en el momento mismo de captar a través del ojo de la cámara su cuerpo desnudo en doble circunstancia por la figurita reflejada en las aguas de la laguna. Se imaginaba a sí mismo despojado de toda autoridad sobre sus propios movimientos. Ella sería la única presencia humana en los alrededores, pero sería también la palabra decisiva. La señal. La reina. La sentía encerrada en el cuarto oscuro, absolutamente concentrada en la elaboración de sus pócimas misteriosas, a través de las cuales ella haría aparecer sobre la superficie del papel sumergido en las bandejas de colores, las imágenes en principio difusas y luego progresivamente nítidas y permanentes. Había terminado por comprender que para ella el gesto sensual primordial era la realización de una imagen de exquisito acabado. Este acto era el final de una cúpula, la esencia que sintetizaba su razón de vida. Una noche accedió a su ruego. Sus caricias habían sido infinitas, ella tenía el don de hacer sonar sus palabras en la oscuridad de la noche como si fuesen pétalos volátiles flotando en una nube tersa a lo largo de un cuerpo sediento de suaves roces. De esa manera podía fundir el sonido y la caricia tangible para llegar al logro definitivo de su deseo. A la mañana siguientes vieron la neblina en lento ascenso sobre las aguas tranquilas de la laguna de Mount Rainier. Él se despojó una a una de las piezas de su ropa. La camisa, la franela, los calcetines, todo fue colocado en un espacio abierto sobre el follaje. Ella tomó posesión de su cámara y colocándola a la distancia requerida se dedicó a su oficio de lenta contemplación. Buscaba una noción difusa, una luz suave sobre las cosas, un contraste de tonos que serían grises. Fueron horas de arduo trabajo. Sigiloso, detallado, su ojo a través del otro, fijaba gestos. Definía posiciones estatuarias. Él obedecía apacible a cada una de sus nuevas demandas. Al fin la provisión de daguerrotipos estuvo agotada. Ella se dedicó entonces a recoger sus enseres, haciendo referencia oral, como al descuido, de todo su entusiasmo, de las alegrías futuras que estas fotografías le depararían. Entonces, de pronto en un instante, tomo conciencia de la ausencia de respuesta, nada había, sólo el sonido de su propia voz. Lo buscó. Él no estaba en el área del paisaje más inmediata. Al fin lo encontró. Escondido en el follaje, y realizando el acto de vestirse con gestos mecánicos, daba la sensación de estar trasladado a otra galaxia. Entonces ella pudo ver las lágrimas que rodaban por las mejillas de él.
Laura Antillano
Ver: El abate Aubin http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/05/el-abate-aubin.html
La belleza inútil https://vieliteraire.blogspot.com/2018/06/la-belleza-inutil-guy-de-maupassant.html
Remedio para melancólicos http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/remedio-para-melancolicos.html
Hervas, el sabio http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/03/hervas-el-sabio.html
El ermitaño del reloj http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-ermitano-del-reloj.html
La cafetera http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/06/la-cafetera.html
El monstruo verde http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-monstruo-verde.html