El castillo de los Cárpatos

¡Oh, solitario espíritu!, que tu canción
me lleve a través de todo tu sagrado embrujo;
por los pasadizos del castillo a la luz de la luna,
donde los espectros elevan su canto de medianoche.
Ann Radcliffe

La familia de los condes de Télek, una de las más antiguas e ilustres de Rumania, ya gozaba de gran prestigio mucho antes de que este país hubiese conquistado su independencia en los comienzos del siglo XVI. El apellido Télek figura en todas las peripecias políticas del mencionado país, y su historia hállase escrita en páginas gloriosas.
Menos afortunada en la actualidad que, la famosa haya del castillo, que tenía tres ramas, la familia de los Télek sólo contaba con un vástago, que era el caballero que acabamos de ver llegar a Werst.
Pasó Franz toda su infancia en el castillo patrimonial en que moraban el conde y la condesa de Télek. Gozaban los descendientes de aquella familia gran consideración en el país, dónde hacían generoso empleo de su fortuna. Entregados a la vida cómoda y patriarcal de la nobleza del campo, apenas si dejaban sus dominios de Krajowa una vez al año, y esto cuandó sus negocios les llamaban a la población de este título, distante del castillo tan sólo algunas millas.
Tal género de vida tenía que influir en la educación de su hijo único, y Franz debía sentir el efecto del medio en que su juventud transcurría. Tuvo por maestro a un anciano sacerdote italiano que no le pudo enseñar más de lo que sabía, que no era a la verdad gran cosa. De este modo el niño se fue haciendo hombre sin haber adquirido más que insuficientes nociones de las ciencias, artes y literaturas contemporáneas. La caza era su pasión, y pasábase días y noches por bosques y prados persiguiendo ciervos, jabalíes y osos, cuchillo en mano, este, era el pasatiempo favorito del joven conde, quien, valiente y resuelto, realizaba verdaderas proezas en tan rudo ejercicio.
Murió la condesa cuando apenas su hijo tenía quince años, y sólo tenía veintiuno ctrando pereció su padre, víctima de un accidente de caza.
La pena que afligió al joven fue inmensa ante ambas irreparables pérdidas en tan poco tiempo. Toda su ternura, cuanto cariño encerraba su corazón, habíase. compendiado en su acendrado amor filial. Mas cuando aquel amor le faltó, careciendo de amigos y muerto también su preceptor, encontróse solo en el mundo.
Durante tres años, el joven conde permaneció en el castillo de Krajowa, sin poder decidirse a abandonarle. Vivía allí sin buscar relaciones con el exterior. Apenas iba una o dos veces a Bucarest cuando los negocios le obligaban a ello, y aun estas ausencias eran de corta duración, pues tenía ansia de regresar a sus dominios.
Sin embargo, esta existencia no podía durar, y Franz concluyó por sentir el deseo de ensanchar un horizonte que limitaban estrechamente las montañas rumanas: quiso volar a otro ambiente.
Tenía unos veintitrés años cuando tomó la resolución de viajar. Su fortuna le permitía satisfacer largamente sus nuevos caprichos... Un día abandonó el castillo de Krajowa, sus antiguos servidores, y se alejó del país valaco, en compañía de Rotzko, un antiguo soldado rumano que desde diez años atrás estaba al servicio de la familia Telek y era el compañero, del joven en todas sus expediciones de caza. Era hombre valiente y resuelto, y muy devoto de su amo.
La intención del conde era visitar Europa y detenerse algunos meses en las capitales más importantes del continente. Creía, no sin razón, que su instrucción, nada más que esbozada en el castillo de Krajowa, podría completarse por las enseñanzas de un viaje cuyo plan había dispuesto cuidadosamente.
Franz quiso visitar a Italia lo primero, pues hablaba correctamente el italiano que el viejo sacerdote le había enseñado. El atractivo de aquella tierra tan rica en recuerdos, y a la que se sentía preferentemente atraído, fue, tal, que permaneció allí cuatro años. No abandonó Venecia sino para ir a Florencia, ni Roma sino para ir a Nápoles, volviendo sin cesar a aquellos centros artísticos, de los que no podía separarse. Dejaba para más tarde el visitar Francia, Alemania, España, Rusia e Inglaterra; para cuando la edad hubiera madurado sus ideas y pudiera estudiar aquellas regiones con mayor provecho. Por el contrario, estaba en toda la efervescencia de la juventud para gustar el encanto de las grandes ciudades italianas.
Tenía Franz de Télek veintisiete años cuando fue a Nápoles por la última vez. No pensaba permanecer en aquel punto más que algunos días antes de volver a Sicilia, terminado su viaje con la exploración de la antigua Trinacria, y retornando después al castillo de Krajowa a fin de descansar un año.
Una circunstancia inesperada había, no solamente de cambiar sus planes, sino de decidir de su vida entera y modificar su curso. Durante aquellos años pasados en Italia, el conde había perfeccionado su instrucción de un modo mediano solamente, sintiéndose poco apto para el cultivo de las ciencias: pero en cambio el sentimiento de lo bello le había sido revelado como a un ciego la luz. Con el espíritu abierto a los esplendores del arte, se entusiasmaba delante de las obras maestras de la pintura, cuando visitaba los museos de Nápoles, Venecia Roma y Florencia; y al mismo tiempo los teatros le habían hecho conocer las obras líricas de aquella época, y se apasionaba por la manera como los artistas las interpretaban.
Durante su última estancia en Nápoles, y en las circunstancias particulares que vamos a referir, un sentimiento de una naturaleza más viva, de una fuerza más intensa, se apoderó de su corazón.
En aquella época, y en el teatro de San Carlos, había una célebre cantante, cuya voz pura, método acabado y juego dramático causaban la admiración de los aficionados al divino arte. Hasta entonces la Stilla no había buscado los aplausos del extranjero, y jamás cantaba más música que la italiana, que ocupaba el primer puesto en el arte de la composición. El teatro de Carignan en Turín, de Scala en Milán, Fenice en Venecia, el de Alferi en Florencia, el de Apolo en Roma y el de San Carlos en Nápoles, la poseían por turno, y sus triunfos no la dejaban ningún disgusto por no haber todavía pisado otras escenas de Europa.
Tenía entonces Stilla veinticinco años, y era una mujer de una belleza ideal, con su larga cabellera de dorados tonos, el fuego de sus ojos negros y profundos, donde parecían brillar llamas, la pureza de sus rasgos, temperamento ardiente y un talle que no hubiera podido hacer más perfecto el cincel de Paxiteles. Esta mujer era, además, una artista sublime, otra Malibran, cuyo Musset hubiera podido decir también:


Et tes chants dans les cieux ernportaient la douleur.
Y esta voz que el más querido de los poetas ha celebrado en sus inmortales estrofas:
... cette voix du coeur qui seule au coeur arrive.


esta voz era la de Stilla, en toda su inexplicable magnificencia. Sin embargo, esta incomparable primadona, que reproducía con tal perfección los acentos de la ternura, el fuego de las pasiones y los más poderosos sentimientos del alma, no había sentido, según se decía, estos efectos en su corazón. Jamás había amado; jamás sus ojos habían respondido a las mil miradas que la envolvían sobre la escena. Parecía no querer vivir más que en su arte y para su arte.
Desde la primera vez que Franz vio a Stilla, sintió ese irresistible entuisiasmo que es la esencia del primer amor. Renunció a su proyecto de abandonar Italia después de haber visitado Sicilia y resolvió quedarse en Nápoles hasta el fin de la temporada teatral. Como si un invisible lazo, que él no podía romper, le hubiera sujetado a la cantante; asistía a todas las representaciones, que el entusiasmo del público transformaba en verdaderos triunfos. Muchas veces, incapaz de dominar su pasión, había intentado acercarse a ella; pero la puerta de la Stilla estaba invariablemente cerrada, tanto para él como para los otros fanáticos adoradores.
Síguese de aquí, pues, que el joven conde fue bien pronto el más desconsolado de los hombres. Siempre solo, en presencia de su amor, no pensando más que en la gran artista; no vivía más que para verla y oírla, sin buscar el crearse relaciones en un mundo al que su nombre y fortuna le llamaban.
Bien pronto aquella efervescencia de su alma se acrecentó hasta tal punto, que su salud se vio comprometida, y júzguese cuánto hubiera sufrido si hubiera sentido la tortura de los celos; si el corazón de la Stilla hubiera pertenecido a otro.
Pero -el conde no tenía rival; lo sabía y no hubiera tenido desconfianza alguna, a no ser por cierto personaje, bastante extraño, cuyo carácter y rasgos vamos a conocer, por exigirlo así las peripecias de esta historia.
Era un hombre de cincuenta a cincuenta y cinco años (al menos así se creía), en la época en aue Franz de Télek vino a Nápoles por última vez. Este ser, poco comunicativo, parecía vivir fuera de las conveniencias sociales propias de las altas clases. Nada se sabía de su familia, de su estado actual, de su pasado. Se le encontraba hoy en Roma, mañana en Florencia, y, es preciso decirlo, según que la Stilla estaba en Florencia o en Roma. En realidad no se le conocía más que una sola pasión: oír a la cantante de tan gran renombre, que ocupaba entonces el primer puesto en el arte del canto.
Si Franz de Télek no vivía más que en el delirio de su idolatría por la Stilla desde el día en que la había aplaudido, o, por mejor decir, en que la había visto sobre la escena de Nápoles, hacía ya seis años que el excéntrico aficionado se había unido a la cantante. Pero muy diferente en esto al joven conde, no era la mujer, sino la voz lo que había llegado a ser una necesidad de su vida; necesidad tan imperiosa como la del aire que respiraba. Jamás había intentado verla fuera de la escena; jamás se había presentado en casa de la Stilla; jamás le había escrito. Pero todas las veces que la Stilla aparecía en cualquier teatro de Italia, se veía pasar por delante del despacho un hornbre de alta estatura, envuelto en un largo gabán oscuro y cubierto de ancho sombrero que ocultaba su cara. Este hombre se apresuraba a tomar asiento en el fondo de un palco enrejado, probablemente abonado para él. Y allí quedaba encerrado, inmóvil y silencioso durante toda la representación. Después, una vez que Stilla había dado su última nota, salía furtivamente, y ninguno de los demas cantantes le hubiera podido retener... No los hubiera oído.
¿Quién era este espectador tan asiduo a sus representaciones? En vano había tratado de saberlo la Stilla. Y como ésta era de una naturaleza tan impresionable, concluyó por aterrarle la presencia de este hombre original; terror poco razonable, pero muy real. Aunque la Stilla no podía verle en el fondo de su palco, cuya celosía jamás,bajaba el misterioso personaje, ella sabía que estaba allí; sentía su mirada imperiosamente fija sobre ella, Y profundamente turbada por su presencia, no oía ni los bravos con que el público acogía su salida a escena.
Queda dicho que este personaje jamás se había aproximado a Stilla; pero si no había procurado conocer a la mujer -e insistimos particularmente en este punto-, todo cuanto podía recordar a la artista había sido objeto de sus constantes atenciones. Así es que poseia el más hermoso de los retratos que el gran pintor Michel Gregorio había hecho de la cantante. En aquel retrato estaba la Stilla apasionada, vibrante, sublime, encarnada en uno de sus más hermosos papeles. Aquel retrato, adquirido a peso de oro, bien valía lo que por él había pagado su rico admirador.
Por más que aquel ente original, siempre solo en su palco, no salía nunca de su casa sino para ir al teatro, no vivía en un aislamiento absoluto. ¡No! Un compañero no menos extraño que él compartía su existencia.
Este último se llamaba Orfanik. ¿Qué edad tenía? ¿De dónde venía y de dónde era? Nadie hubiera podido dar contestación a estas preguntas. De creer lo que decía a todo el que quería oírlo, era uno de esos sabios ignorados cuyo genio no ha podido darse a luz, y que sienten odio hacia el mundo que les desconoce. Suponíase, no sin razón, que debía de ser algún pobre diablo, algún inventor que vivía a expensas de su protector.
Era Orfanik de mediana estatura, delgado, raquítico, con cara de hético; una de esas caras pálidas que en el antiguo lenguaje recibían el calificativo de chiches faces.
Seña particular: llevaba una ojera puesta sobre el ojo derecho, que acaso había perdido en algún experimento de física, y sobre su nariz unos gruesos anteojos, cuyo único cristal de miope servía a su ojo izquierdo de verdosa pupila.
Durante sus paseos solitarios gesticulaba como si hablase con algún ser invisible que le escuchase sin responderle nunca.
El extraño melómano y el no menos extraño Orfanik eran todo lo conocidos que podían ser en las ciudades italianas a las que acudían en las temporadas teatrales. Gozaban el privilegio de excitar la pública curiosidad; y por más que el admirador de la Stilla hubiese rechazado siempre a los reporters y a sus indiscretas interviews, al cabo conocióse su nombre y su nacionalidad. Era de origen rumano, y la primera vez que Franz de Télek preguntó cómo se llamaba, le respondieron: «el barón Rodolfo de Gortz.»
Así estaban las cosas en la época en que el conde acababa de llegar a Nápoles. Hacía dos meses que el teatro de San Carlos contaba por llenos las representaciones, y el éxito de la Stilla acrecía cada noche. Jamás la artista se había mostrado tan admirable en el desempeño de los diversos papeles de su repertorio; jamás había obtenido ovaciones más entusiastas.
Durante las representaciones, y en tanto que Franz ocupaba su butaca de orquesta, el barón de Gortz, oculto en el fondo del palco, quedábase absorto en aquel canto ideal, impregnándose de aquella voz divina, sin la que la vida le parecía imposible.
Empezó a correr por Nápoles un rumor, al que el público rehusaba dar crédito, pero que acabó por alarmar al mundo dilettante. Se decía que al terminar la temporada la Stilla iba a retirarse de la escena. . ¡Qué! En toda la posesión de su talento, en la plenitud de su belleza, en el apogeo de su carrera artística, ¿era posible que pensase en retirarse?
Sin embargo, aquel rumor que parcecía inverosímil, era cierto, y en, realidad el barón de Gortz no era ajeno a esta, resolución.
Aquel espectador misterioso, siempre invisible tras la celosía del palco, había acabado por provocar en la Stilla una emoción nerviosa, persistente, de la que no podía defenderse. En cuanto salía a escena sentiase impresionada hasta tal punto, que su turbación, muy visible para el público, alteraba poco a poco la salud de la joven.
Salir de Nápoles, huir a Roma, a Venecia o a otra ciudad cualquiera de la península, no sería suficiente -Stilla lo sabía- para librarse de la presencia del barón de Gortz. Otro tanto sucedería si abandonaba Italia yendo a Alemania, a Rusia o a Francia. Aquel hombre la seguiría adonde fuese con el objeto de oírla, y sólo tenía un medio para libertarse de aquella importunidad. Abandonar el teatro.
Ahora bien: desde dos meses ya, antes que el rumor de su retirada se hubiese extendido, Franz de Télek se había decidido a dar cerca de la cantante un paso cuyas consecuencias debían de traer desgraciadamente la más irreparable de las catástrofes. Libre de su persona y dueño de una fortuna, se había hecho admitir en casa de Stilla y le había ofrecido su mano y su título.
La Stilla no ignoraba desde hacía tiempo los sentimientos que inspiraba al conde, y pensaba que cualquier mujer, aun de la más alta sociedad, se consideraría feliz confiando su vida y felicidad a aquel caballero. Así que, en la dísposición de ánimo en que se encontraba, recibió la demanda con un agrado que no pudo ocultar. Sintióse amada con tal pasion, que consintió en ser la esposa del conde Télek, aun a costa de abandonar su carrera artística.
La noticia era, pues, verdadera. En cuanto terminase la temporada en el teatro de San Carlos, la Stilla no reaparecena en ningun teatro. Su matrimonio, del que ya se tenían algunas sospechas, se dio como cosa segura.
Como se comprende, aquello produjo un efecto prodigioso, no solamente en el mundo artístico, sino también en el gran mundo de Italia. Preciso era ya admitir el proyecto. Celos y odios se desencadenaron contra el conde, que robaba al arte, a sus éxitos y a la idolatría de los aficionados, la primera cantante de la época. Hubo hasta amenazas personales, de las que Franz no se preocupó nada.
Si tal efecto -hizo la noticia en el público, imagínese lo que sentiría Rodolfo de Gortz ante la idea de que su ídolo le iba a ser robado, perdiendo, al perderle, el encanto de su vida. Corrió el rumor de que intentó suicidarse: lo cierto fue que desde aquel día ya no se vio a Orfanik por las calles de Nápoles; ya no abandonaba al barón, y hasta iba con él a encerrarse en el palco de San Carlos, cosa que nunca había hecho, siendo como era absolutamente refractario, como tantos sabios, al encanto sensual de la música.
En tanto transcurría el tiempo, y la emoción iba a llegar a su colmo la noche en que la Stilla aparecería por última vez en escena. Iba a despedirse del público con el hermoso papel de Angélica en el Orlando, la obra maestra de Arconati.
Aquella noche era el teatro muy pequeno para contener a los espectadores que se agolpaban a las puertas, quedando sin obtener localidad la mayor parte. Llegaron a temerse manifestaciones contra el conde de Télek, ya que no durante la representación, al menos cuando el telón bajase en el último acto de la ópera.
El barón de Gortz ocupaba su palco, como de costumbre, y Orfanik le acompañaba.
La Stilla apareció más emocionada que nunca. Rehízose, sin embargo, y abandonándose a su inspiracion, cantó con una perfección, con un tan inefable talento, que no puede expresarse. El entusiasmo que causó a los espectadores llegó al delirio.
Durante la representación, el conde permaneció de pie junto a la caja de bastidores, impaciente, nervioso, febril, pudiendo apenas contenerse, maldiciendo la extensión de las escenas, irritándole la tardanza que provocaban los aplausos y las llamadas. ¡Ah! ¡Cuánto tardaba el momento de arrancar de aquel teatro la que iba a ser condesa de Télek! Aquella mujer adorada, que se llevaría lejos, muy lejos, donde no pudiera ser de nadie más que de él solo.
Llegó el momento supremo; la dramática escena última, en que muere la heroína del Orlando. Nunca pareció más hermosa la admirable música de Arconati. Jamás la Stilla la interpretó con más apasionados acentos. El alma de la artista parecía asomar a sus labios, y, sin embargo, diríase que aquella voz, desgarradora en algunos momentos, iba a destrozarse, puesto que no se la iba, a oír jamás.
En aquel momento corrióse la celosía del palco del batón de Gortz y apareció aquella extraña cabeza de largo pelo gris y ojos brillantes... Mostróse aquella cara estática, de espantosa palidez. Franz desde la caja de bastidores, vio en plena luz, por primera vez, aquella cabeza.
La Stilla se dejaba arrastrar por el fuego de la arrbatadora estrofa del canto final. Acababa de repetir aquella frase de sublime sentimiento.


  Inamorata, mio coure treinante... Voglio morire...


 De repente se detuvo. La cara del barón de Gortz la aterrorizó... Paralizóla inexplicable espanto... Llevóse rápidamente la mano a la boca, tinta en sangre. .. Vaciló... y cayo...
El público en masa se levantó palpitante,. loco, en el colmo de la angustia... Del palco del barón escapose un grito... Franz se precipita en la escena, coge a Stilla en sus brazos, la levanta, la contempla, la llama, y exclama:
¡Muerta!.. . ¡Muerta! ...
¡Sí! La Stilla está muerta. . . En su pecho se ha roto un vaso... ¡Su canto se ha extinguido con su último suspito!
El conde fue trasladad o a su hotel en tal estado, que se temía por su razón. No pudo asistir a los funerales de la Stilla, que fueron hechos en medio de un inmenso concurso de la población nápolitana.
El cuerpo de la cantante fue inhumado en el Campo Santo Nuovo. Sobre el mármol de su tumba se lee este nombre:


Stilla


La noche de los funerales, un hombre fue al Campo Santo Nuovo; allí, con los ojos extraviados, la cabeza enmarañada, los labios apretados como si estuvieran sellados por la muerte, permaneció contemplando la tumba de la Stilla. Parecía como si prestase atención, imaginando que la voz de la Stilla iba a resonar por última vez desde el fondo de la tumba...
Aquel hombre era Rodolfo de Gortz.
En la misma noche, el barón de Gortz, acompañado de Orfanik, salió de Nápoles, y nadie volvió a saber de él.
Al siguiente dia llegó una carta, dirigida al conde de Télek. Aquella carta no contenía más que estas palabras, de un laconismo amenazador:
Vos la habéis matado. ¡Desgraciado de vos, conde de Télek!


Rodolfo de Gortz


Tal había sido aquella lamentable historia.
Durante un mes estuvo en gran peligro la vida de Franz de Télek. A nadie reconocía, ni aun a su fiel Rotzko. En los momentos de alta fiebre, sólo un nombre murmuraban sus labios, prestos a rendir el último aliento: Stilla. El joven logró por fin escapar a la cercana muerte. La pericia médica, los incesantes cuidados de Rotzko, y sobre todo su juventud y fuerte naturaleza, triunfaron, y Franz se salvó, quedando su razón incólume de aquel violento choque. Cuando pudo coordinar sus recuerdos, cuando volvió a su memoria la trágica escena del Orlando, en que la artista exhaló su alma, exclamó:
-¡Stilla, Stilla mía! En tanto que sus manos se tendían instintivamente a aplaudir.
Así que el joven pudo abandonar el lecho, Rotzko obtuvo de él la formal promesa de que abandonarían la funesta ciudad y se trasladaríán a su castillo de Krajowa. Quiso el conde, antes de partir de Nápoles, ir a orar sobre la tumba de la muerta y darla su último, su eterno adiós.
Rotzko le acompañó al Campo Santo Nuovo. Allí se arrojó el joven sobre aquella tierra despiadada; quería cavar con sus uñas su propia tumba... Pudo Rotzko arrancarle de allí, de aquella sepultura donde dejaba áu vida, su dicha toda.
Algunos días después, Franz de Télek, de vuelta en. Krajowa, en Valaquia, de nuevo se encontró en su castillo patrimonial, en donde durante cinco años vivió en el más completo aislamiento, sin querer salir de él. Ni la distancia pudieron dulcificar su pena. No podía olvidarlo. El recuerdo de Stilla, tan vivo como el primer día, se hallaba ligado a su existencia cual incurable herida.
Sin embargo, ya en la época en que comienza esta historia, el joven conde de Télek había dejado el castillo algunas semanas antes. ¡Cuántos ruegos y súplicas costó a Rotzko el decidir a su señor a que dejase la soledad en que íbasa consumiendo! Que el conde no llegase a consolarse, sea; pero, por lo menos, era preciso que tratase de mitigar su dolor.
Dispusieron un viaje que había de empezar visitando la Transilvania. Rotzko esperaba que más tarde el joven consentiría en continuar su viaje por Europa, tan tristemente interrumpido en Nápoles.

Julio Verne  (El castillo de los Cárpatos, fragmento).

Ver: Lo artificial y sus incitaciones desconocidas  
http://vieliteraire.blogspot.mx/2015/10/lo-artificial-y-sus-incitaciones.html
Drácula, la personificación de una divinidad pagana maligna  https://vieliteraire.blogspot.mx/2017/04/dracula-la-personificacion-de-una.html
El evangelio de los vampiros  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/11/el-evangelio-de-los-vampiros.html
Murciélagos  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/murcielagos.html
La mandrágora  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/04/la-mandragora.html
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La muñeca sangrienta  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/05/la-muneca-sangrienta.html
Erzsébet Báthory  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/04/erzsebet-bathory_19.html
La muerta enamorada  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/03/la-muerta-enamorada_1.html