De las artes imitables

Leonardo Da Vinci, en 1498, pensaba que la pintura era una ciencia y además superior a las otras artes debido a su calidad de ser única e irrepetible. En cambio, en 1846 Baudelaire decía que la fotografía se inventó únicamente como apoyo a la ciencia, pero la fotografía es susceptible de ser reproducida miles de veces casi sin perder su calidad, incluso (en la actualidad) de mejorarla del original. Walter Benjamin habla de la imagen fotográfica que pierde su aura cuando pierde su calidad de ser única. Con los métodos que actualmente existen la pintura también se puede reproducir casi idéntica al original y también se puede mejorar. Uno se pregunta ¿cómo saber entonces si una obra es original? Yo sólo puedo decir que se debe llamar obra de arte a aquella de la cual emana un sentimiento y toca las fibras en el alma sensible de quien la admira, marcando así su autenticidad mientras más haga vibrar. Las copias, que ya han perdido el aura del original, no provocan nada, como cuando uno mira una pintura en un libro o como cuando uno conversa por teléfono con alguien y no en persona. Es lo que Baudelaire sostiene: "El deseo de asombrar y de sentirse asombrado es muy legítimo. Todo el problema, si exige que yo le confiera el título de aficionado a las bellas artes, consiste en saber mediante qué procedimientos desea crear o sentir el asombro". El le llama asombro a lo que yo llamo tocar las fibras del alma. Por otra parte, la fotografía era el medio ideal para reproducir lo más exacto a la naturaleza, y con esto se le podía elevar al grado de alteza de todas las artes, suplantando a la pintura, sin embargo, no es el medio el que designa si una obra es arte o no, es el artífice. Así miles de personas idolatraban en el tiempo de Baudelaire a esa cajita mágica que producía imágenes exactas (o casi exactas) a la realidad, como en sus inicios se veneró a la pintura cuando representaba una imagen religiosa. Se dijo también —y muchos lo siguen creyendo— que Baudelaire rechazó ese gran invento moderno que fue la fotografía, pero no fue así, lo que a el le molestaba era el mal uso que se hacía de ella, pues no faltaron aquellos que fabricaban escenografías y colocaban actores idénticos a los cuadros pictóricos y los fotografiaban, alegando más tarde que su trabajo era una obra de arte. "Algún escritor demócrata ha debido encontrar el medio, barato, de difundir entre el pueblo el gusto por la historia y por la pintura, cometiendo así un doble sacrilegio e insultando a un tiempo a la divina pintura y al arte sublime del comediante". Lo que me sorprende es que tanto Da Vinci como Baudelaire coinciden en que el arte pierde el respeto a sí mismo, cuando se dedica a imitar, no a la naturaleza, sino a algo que ya ha sido imitado. La copia de la copia, que ha perdido en definitiva el aura y el artista se inclina más y más a crear, no lo que sueña, sino lo que ve.

Dejo aquí ambos textos, el de Leonardo Da Vinci, que fue tomado de su "Tratado de pintura" y el artículo de Charles Baudelaire "El público moderno y la fotografía":


De las ciencias imitables

Las ciencias imitables son de tal condición que el discípulo puede emular al maestro y obtener frutos similares. Son  éstas útiles al imitador, pero no se equiparan en excelencia a aquellas que no se pueden dejar en herencia, como las otras materias. Entre estas ciencias inimitables es primera la pintura: no se puede ésta enseñar a quien la naturaleza se la negó; muy al contrario ocurre con las matemáticas, de las que tanto obtiene  el discípulo cuanto el maestro le lee. Tampoco se copia, como las letras, para las que copia y original montan por igual. Ni se fabrica con molde, como la escultura, de donde resulta que, en cuanto a la virtud de la obra, tal es el molde, cual el original. Ni alumbra infinitos retoños, como es el caso de los libros impresos. Sólo ella permanece noble; sólo ella honra a su autor y permanece preciosa y única, sin parir hijos semejantes a sí. Y tal singularidad la hace más excelente que aquellas por doquier publicadas. ¿Pues no vemos a los grandísimos reyes de Oriente que andan velados y cubiertos por creer que su fama disminuiría si publicasen y divulgasen su aspecto? ¿Acaso no vemos que las pinturas que representan a las divinas deidades son a menudo cubiertas con colchas de muchísimo precio? Y cuando se descubren, ¿acaso no se hace antes gran solemnidad eclesiástica con diversos cantos y variadas músicas, y al desvelarlas no se postra acaso la gran multitud de gentes que allí acude, y las adora y ruega a aquel que en ellas aparece representado por recobrar su salud perdida y por su salvación eterna, como si tal deidad estuviera allí viva y presente? No acaece esto en ninguna otra ciencia o humana obra; y si tú me dices que esto no todo es mérito del pintor, sino virtud propia de la cosa imitada, te responderé que, en tal caso, la mente de los hombres podría satisfacerse permaneciendo en su lecho, en vez de peregrinar a lugares penosos y llenos de peligro como vemos de continuo. Entonces, ¿qué necesidad les mueve a ir? Reconocerás, sin duda, que la causa debe ser un tal simulacro de Dios, y que ni aun las escrituras todas podrían fingirlo de esta guisa y condición.  Con que parece que esa divinidad ama la tal pintura y ama a quien la ama y reverencia, y más se deleita en ser adorada en ella que en otra suerte de figura que la imite, y a través de ella concede gracias y dones de salvación, según creencia de quienes (en tal lugar) concurren.

Leonardo Da Vinci, Tratado de pintura, 1498.



El público moderno y la fotografía

Admiremos también con qué rapidez nos sumimos en la vía del progreso (entiendo por progreso la dominación progresiva de la materia), y qué maravillosa difusión se hace todos los días de la habilidad común, la que puede adquirirse mediante la paciencia. El gusto exclusivo de lo verdadero (tan noble cuando está limitado a sus legítimas aplicaciones) oprime y sofoca el gusto de lo bello. Donde no habría que ver más que lo bello (imagino una bella pintura, y se puede adivinar fácilmente la que imagino), nuestro público sólo busca lo verdadero. No es artista, naturalmente artista. El deseo de asombrar y de sentirse asombrado es muy legítimo. Todo el problema, si exige que yo le confiera el título de aficionado a las bellas artes, consiste en saber mediante qué procedimientos desea crear o sentir el asombro. Porque lo bello es siempre asombroso, sería absurdo suponer que lo asombroso es siempre bello. Ahora bien, nuestro público, singularmente impotente para sentir la felicidad del ensueño o de la admiración (signo de la pequeñez de espíritu), quiere que se le asombre con medios ajenos al arte, y sus obedientes artistas se conforman a su gusto; quieren impresionarlos, sorprenderlos, pasmarlos mediante estratagemas indignas, porque le saben incapaz de extasiarse ante la táctica natural del arte verdadero. En esos días deplorables, una industria nueva se dio a conocer y contribuyó no poco a confirmar la fe en su necedad y a arruinar lo que podía quedar de divino en el espíritu francés. Esta multitud idólatra postulaba un ideal digno de ella y apropiado a su naturaleza, eso por supuesto. En materia de pintura y de estatuaria, el credo actual de las gentes de mundo, sobre todo en Francia (y no creo que nadie se atreva a afirmar lo contrario), es éste: <Creo en la naturaleza y no creo más que en la naturaleza (hay buenas razones para ello). Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la naturaleza (una secta tímida y disidente quiere que se desechen los objetos de naturaleza repugnante, como un orinal o un esqueleto). De este modo, la industria que nos daría un resultado idéntico a la naturaleza sería el arte absoluto>. Un dios vengador ha atendido a los ruegos de esta multitud. Daguerre fue su Mesías. Y entonces se dice: <Puesto que la fotografía nos da todas las garantías deseables de exactitud (eso creen, ¡los insensatos!), el arte es la fotografía>. A partir de ese momento, la sociedad inmunda se precipitó, como un solo Narciso, a contemplar su trivial imagen sobre el metal. Una locura, un fanatismo extraordinario se apoderó de todos esos nuevos adoradores del sol. Se produjeron extraños horrores. Asociando y agrupando a truhanes y truhanas, emperifollados como los matarifes y las lavanderas en el carnaval, rogando a esos héroes que quisieran mantener, durante el tiempo necesario para la operación, su mueca de circunstancia, se deleitaban reproduciendo las escenas, trágicas o graciosas, de la historia antigua. Algún escritor demócrata ha debido encontrar el medio, barato, de difundir entre el pueblo el gusto por la historia y por la pintura, cometiendo así un doble sacrilegio e insultando a un tiempo a la divina pintura y al arte sublime del comediante. Poco tiempo después, millares de ojos ávidos se inclinaban sobre los agujeros del estereóscopo como sobre los tragaluces del infinito. El amor a la obscenidad, que es tan vivaz en el corazón natural del hombre como el amor a sí mismo, no dejó escapar tan buena ocasión de satisfacerse. Como la industria fotográfica era el refugio de todos los pintores fracasados, demasiado poco capacitados o demasiado perezosos para acabar sus estudios, ese universal entusiasmo no sólo ponía de manifiesto el carácter de la ceguera y de la imbecilidad, sino que también tenía el color de la venganza. Que tan estúpida conspiración, en la que se encuentran, como en todas las demás, los embaucadores y los embaucados, pueda triunfar de una manera absoluta, no puedo creerlo, o al menos no quiero creerlo; pero estoy convencido de que los progresos mal aplicados de la fotografía han contribuido mucho, como por otra parte todos los progresos puramente materiales, al empobrecimiento del genio artístico francés, ya tan escaso. Por más que la fatuidad moderna ruja, eructe todos los exabruptos de su tosca personalidad, vomite todos los sofismas indigestos de los que la ha atiborrado hasta la saciedad una filosofía reciente, cae de su peso que la industria, al irrumpir en el arte, se convierte en la más mortal enemiga, y que la confusión de funciones impide cumplir bien ninguna. La poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo, y, cuando coinciden en el mismo camino, uno de los dos ha de valerse del otro. Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido. Es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y de las artes, pero la muy humilde sirvienta, lo mismo que la imprenta y la estenografía, que ni han creado ni suplido a la literatura. Que enriquezca rápidamente el álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión que falte a su memoria, que orne la biblioteca del naturalista, exagere los animales microscópicos, consolide incluso con algunas informaciones las hipótesis del astrónomo; que sea, por último, la secretaria y la libreta de cualquiera que necesite en su profesión de una absoluta exactitud material, hasta ahí tanto mejor. Que salve del olvido las ruinas colgantes, los libros, las estampas y los manuscritos que el tiempo devora, las cosas preciosas cuya forma va a desaparecer y que piden un lugar en los archivos de nuestra memoria, se le agradecerá y aplaudirá. Pero si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en particular aquel que sólo vale porque el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de nosotros!
Sé que algunos me dirán: La enfermedad que acaba de explicar es la de los imbéciles. ¿Qué hombre digno del nombre de artista y qué verdadero aficionado ha confundido nunca el arte con la industria? Lo sé, y sin embargo preguntaré a mi vez si creen en el contagio del bien y del mal, en la acción de las multitudes sobre los individuos y en la obediencia involuntaria, forzada, del individuo a la multitud. Que el artista influya sobre el público, y que el público reaccione sobre el artista, es una ley incontestable e irresistible; además los hechos, terribles testigos, son fáciles de estudiar; se puede constatar el desastre. De día en día el arte disminuye el respeto a sí mismo, se posterna ante la realidad exterior, y el pintor se inclina más y más a pintar, no lo que sueña, sino lo que ve. Sin embargo, es una felicidad soñar, y era una gloria expresar lo que soñaba; pero, ¡qué digo! ¿sigue conociendo esa felicidad? ¿Afirmará el observador de buena fe que la invasión de la fotografía y la gran locura industrial son por completo ajenas a ese deplorable resultado? ¿Está permitido suponer que un pueblo cuyos ojos se acostumbran a considerar los resultados de una ciencia material como los productos de lo bello no ha disminuido singularmente, al cabo de cierto tiempo, la facultad de juzgar y de sentir lo que hay de más etéreo e inmaterial?

Charles Baudelaire, El público moderno y la fotografía, 1846.

Graciela Mejía González

Ver: La llama de una vela  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/12/la-llama-de-una-vela.html
La modernidad, el París romántico de Baudelaire  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/07/la-modernidad-el-paris-romantico-de.html
El aprendiz de Dios  http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/03/el-aprendiz-de-dios.html
La imagen del vicio y la virtud en la literatura decimonónica  http://vieliteraire.blogspot.com/2012/05/la-imagen-del-vicio-y-la-virtud-en-la_5969.html
El libro, un mundo espiritual  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/03/el-libro-un-mundo-espiritual.html
Entre la lucidez y la locura  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/04/entre-la-lucidez-y-la-locura.html
Lo artificial y sus incitaciones desconocidas  http://vieliteraire.blogspot.mx/2015/10/lo-artificial-y-sus-incitaciones.html