Goethe, los inicios de la literatura del romanticismo

Hay ocasiones en que no comprendo cómo puede haber otro que la quiera, que se permita amarla, cuando yo, tan sólo yo, la quiero tan profunda y totalmente, ¡yo, que no conozco otra cosa, ni sé, ni tengo más que a ella! Johann Wolfgang von Goethe


Goethe no es propiamente un poeta, ni un pensador, ni un científico, tiene algo de todo, y en nada llega a especializarse, porque a nada se entrega exclusivamente. Goethe es sólido y perdurable, porque todo lo enfoca con relación al hombre, no a lo circunstancial o utópico del hombre, sino al hombre de todos los tiempos. Sin afanes redentoristas ni humildad franciscana, Goethe brinda a los hombres una grande, sencilla y alentadora lección en sí mismo, pero no fue él quien propuso las primeras características del romanticismo en la literatura, fue Rousseau quien estableció los primeros fundamentos morales de ésta nueva estética. Se dirige al hombre como ser individual e ignora las clases. Despierta en esta forma entusiasmos y esperanzas que se transformarán en la mística de la revolución de 1789, y más tarde formarán la base sentimental de las primeras ideas socialistas. Es también un adepto de la naturaleza, pero en lugar de limitarla a un papel económico-social, hace de ella la madre de todos los nuevos valores humanos y estéticos. Para ese entonces la tradición de los salones no se ha perdido, y perdura hasta la Revolución. Algunos salones, principalmente en la primera mitad del siglo, se dedican todavía a las diversiones mundanas del preciosismo. Pero los más importantes son los salones filosóficos, de los cuales el tipo es el de Madame du Deffand, que comenzó alrededor de 1730, y al cual sucedió en 1763 el de Mademoiselle de Lespinasse. En estos salones, menos aristocráticos que los del siglo XVII, pero todavía nada populares, domina la influencia volteriana. En cuanto al gusto literario, se atiene a los tradicionales conceptos clásicos. Solamente a fines del siglo penetrarán las ideas que Rousseau en los salones. Pero en el salón de Madame Necker, al lado del prerromanticismo inglés y del rousseaunismo influyen todavía las ideas racionalistas de Montesquieu y de Horace Walpole, el más fiel y antiguo de Madame du Deffand. Casi toda la producción romántica está comprendida entre 1830, fecha de la batalla de Hernani, y 1848, año en el cual un romántico, Lamartine, llegó a ser presidente de la república. Además de Goethe, Schiller, Byron y Walter Scott, autores extranjeros, también hicieron honda mella en el espíritu de los románticos franceses. Hay que añadir que el romanticismo sobrevivirá gracias a la longevidad de Victor Hugo hasta fines del siglo. De 1848 a 1870, la revolución industrial, el desarrollo económico de Francia y la aceptación del autoritarismo después del derrumbe de las ideas liberales en 1851, favorecieron el nacimiento del naturalismo, esencialmente científico y realista. En esa era se introdujo el método científico en la literatura, y triunfaron géneros intelectuales como la crítica literaria y la novela. En el campo poético, el naturalismo se manifestó mediante la doctrina del Arte por el Arte, defendida por la escuela del Parnaso. Después de 1870, hay una reacción en contra del naturalismo que continúa su evolución en formas exageradas; el movimiento más fuerte de esta reacción es el simbolismo, que tiene además el interés de ser una gran doctrina estética original, pero el movimiento romántico se inició en Alemania, pasó luego a Inglaterra y no se extendió a Francia hasta 1815. Desterrados como Madame de Staël, ya preparados por Rousseau, recibieron con entusiasmo la influencia del Werther de Goethe y de los poemas seudocélticos de Ossian. Otros, como Chateaubriand, fueron a América para buscar el secreto de esta naturaleza rejuvenecedora y salvadora de la cual hablaban desde hacía siglos las leyendas y los filósofos. Nació así una especie de literatura que no tenía todavía conciencia propia y no se atrevía a cortar sus lazos con el siglo XVIII, pero que era ya el romanticismo. El romanticismo (que no tuvo conciencia propia hasta los años de 1815 a 1820) pretendió ser una revolución literaria paralela a la revolución política de 1789. Siguiendo el ejemplo del Sturm und Drang alemán y de parte de la obra de Lord Byron, intenta derrocar los antiguos valores clásicos en nombre del individualismo literario. Elimina del equilibrio clásico, tan difícilmente logrado, la mayor parte de sus soportes sociales o racionales: una estética fija, el deseo honrado de gustar al público, el control del buen gusto y del sentido común. Así es como el romanticismo se presenta primordialmente como un desequilibrio a favor del individuo, de su sentimentalismo íntimo, de su gusto personal. De este desequilibrio surgirán varias obras geniales, pero aisladas, y a las cuales faltará generalmente la perfección armónica interior de las obras clásicas; la falta estará compensada por cualidades de otra índole.
Goethe es un enamoradizo, un inflamable, siempre prendado locamente de la última mujer que se muestra a sus ojos. Goethe domina toda la química psíquico-afectiva; posee un completo arsenal de venenos y contravenenos. El episodio de Gretchen, la costurera que coquetea con él a impulsos de una apariencia de amor, que luego resulta no ser sino condescendencia de chica ya cuajada en mujer con un chiquillo inofensivo, lo saca de su error, y ese primer desengaño que recibe lo irrita y deja en él un sedimento de despecho, que se manifestará en lo futuro. Ese desengaño amoroso, complicado con el desengaño que también le dan los amigos de la muchacha, hace de Goethe un poeta romántico, con todo el complejo psíquico que esto supone. Goethe hará madrigales a sus amadas; pintará para ellas cintas con emblemas eróticos, según la moda de aquel tiempo; caerá incluso en un fetichismo de corazoncitos de oro prendidos en cadenillas; imaginará ser un amante platónico, idealista, pero se dejará coger en los brazos garridos de cualquier moza de cántaro. Desde su ruptura con Katharina Schönkopf ha descubierto que el amor es para él lo principal, descubrimiento refrendado después al separarse de Friederike Brion. Goethe declara que necesita un amor para escribir, no concibe al poeta sin la musa. Cabe pensar, pues, que desde el primer momento se pondría a buscarla. No tarda en encontrarla, pero para su mal. Se llama Charlotte Sophie Henriette Buff, y es la novia de Kestner, un joven agregado a la Embajada de Bremen, tan formalista en cuestiones de amor, tan protocolario, que todos lo llaman ahí el novio, pues hace ostentación de su noviazgo como si fuera una cinta prendida del ojal. Respecto a las relaciones de Goethe con Charlotte y su novio, y lo que éstas tienen para él de dulce y de agrio, todo estará dicho, pues de ellas sacó Goethe el argumento de Werther. Goethe conoce a Charlotte el 9 de junio de 1772, en un baile campestre que las señoras de Wetzlar celebran en el pabellón de caza de Wolperstehausen, danza con ella y cede desde el primer momento al encanto de la joven y alegre muchacha, que tiene además el picante atractivo de la fruta prohibida; y Charlotte, que es bastante ingenua y un poco loquilla, se entrega a un inocente y peligroso coqueteo con su adorador. Hay que decir en disculpa suya que su novio oficial, retenido en la cancillería por trabajo oficinesco, la deja mucho tiempo sola para que no sienta el afán de distraerse y la nostalgia de un sustituto joven, guapo, simpático y más ingenioso, desde luego, que el formulista burócrata. Hay que tener en cuenta además el sentimentalismo de la época; el influjo de Rousseau, que llega a todas partes y penetra en todos los corazones, seduciendo a las almas ingenuas y apasionadas con el espejuelo platónico del amor puro, ideal, compatible, pero enteramente distinto con el otro amor, impuesto por la ley y el imperativo de la especie. Añádese a eso la embriaguez de la música y poesías en que respiran esos seres de fines del siglo XVIII, y se comprenderá cómo Goethe y Charlotte, en ese verano de 1772, se abandonan inocentemente a unos extremos de ternura e intimidad que, de no haberlos cortado a tiempo, habrían podido provocar en la realidad la tragedia de la novela: En plena desesperación se arrojó a los pies de Lotte, tomó su mano, la estrechó contra sus ojos, contra su frente y a ella le pareció pasarle por su alma el presentimiento de su horrible propósito. Sus sentidos se turbaron, estrechó las manos de Werther, las oprimió contra su pecho, se inclinó hacia él en un arranque de nostalgia y sus ardientes mejillas se rozaron. El mundo desapareció para ellos. Werther la estrechó entre sus brazos, la apretó contra su pecho y cubrió sus temblorosos y balbucientes labios con ardientes besos. —¡Werther! —exclamó ella con voz ahogada y apartándose de él— ¡Werther! —y con mano débil intentaba separar su pecho del suyo —¡Werther! —gritó con el tono decidido del más noble sentimiento. —Él no puso resistencia, la dejó desasirse de sus brazos. Dijo: —¡Esta es la última vez, Werther! ¡No volveréis a verme más!
—¡Lotte! ¡Lotte! ¡Solamente una palabra! ¡Un adiós! —Ella no respondió. Él insistió, suplicó y volvió a insistir, entonces se alejó exclamando: —¡Adiós, Lotte! ¡Adiós para siempre!
Como dice Paul Valéry, Goethe sacrifica toda mujer al eterno femenino. Su demonio clarividente le manda amar, pero para él; sacar del amor todo lo que el amor puede ofrecer al espíritu, todo lo que la voluptuosidad personal, las emociones y las energías íntimas que ella excita pueden brindar a la facultad de comprender, al superior deseo de edificar, al poder de producir, obrar y eternizar: El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su inocencia su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir esta insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su divino aliento se confunde con el mío. Tan penetrado está Goethe de su argumento porque lo ha vivido, y tan identificado con su héroe porque es él mismo, que en cuatro semanas, y sin haberse trazado previamente plan alguno, escribe esa obra que ha de ser eterna. Según él mismo dice, compuso esa obra como un sonámbulo, bajo el numen de una inspiración inconsciente, toda ella de un tirón, sin apenas tachaduras ni enmiendas, de suerte que, al terminarla, le apareció al autor como si despertase de un sueño. Al mismo tiempo, experimentó la sedante sensación de haber hecho confesión general y aligerado así su alma. Goethe acaba por renegar de aquel hijo loco de su juventud, de aquel suicida cuyo cadáver ha de llevar ya siempre a cuestas. Años más tarde Charlotte y Goethe se reencuentran, él sigue siendo el mismo hombre que pretende imposibles y, al no lograrlos, se llena de un pesimismo amargo, disolvente, agresivo. Goethe no se aviene al rígido código de moral erótica, a esa sublimación de los deseos que la mujer trata de imponerle. Un amor sin demostraciones materiales, sin abrazos ni besos, no lo concibe ese poeta sensual y pagano, que tiene además la inevitable egolatría del genio. ¡Una puritana que ni siquiera se digna darle un beso, y cuando él se los roba, se pone seria, le echa un sermón y lo amenaza con volverle la espalda y cerrarle su puerta! Eso es demasiado para Werther. Werther es en esos casos quien se indigna, quien da media vuelta y se va con un portazo. Cierto que luego se apresura a escribirle pidiendo perdón y prometiendo enmienda. Pero eso no evita que Charlotte sufra. ¿Sabe ese pagano lo que a esa puritana le cuesta su virtud? ¿Sospecha siquiera el sacrificio que ella se impone al rechazarlo? Sacrificio mayor que el suyo, puesto que él tiene el recurso de buscar distracción en otra parte. Goethe tiene el valor todavía de encogerse de hombros, de echarle a ella, a su virtud, la culpa de sus extravíos, puesto que se empeña en ser virtuosa, puesto que no le permite ningún abandono ni se aviene a expresarle su amar sino en forma simbólica: ¡Cómo me persigue su imagen! ¡Que vele o que sueñe ella llena toda mi alma! Aquí, cuando cierro los ojos, aquí en mi frente, donde se concentra la fuerza visual interna, están encerrados sus negros ojos. ¡Aquí! No sé cómo expresártelo. Cierro mis ojos y allí están los suyos. Cómo un mar, como un abismo descansan ante mí y en mí, ocupando todos los sentidos de mi mente.
Goethe, en Weimar, deja de ser romántico, se hace clásico, porque se hace conservador, amigo de la norma y del orden. Pero el romanticismo va por dentro. Todo clásico es un romántico que se reprime, y a la inversa. No es Goethe un bohemio ni un rebelde a la manera de Byron, capaz de echarlo a rodar todo y desafiar la opinión pública. Si hay en él un impulso romántico indudable, hay también un fondo de buen sentido burgués, que lo inclina hacia el lucro y la conservación de lo adquirido. Para agravar el conflicto, se encuentra allí con un nuevo rebote pujante de ese romanticismo que él quisiera olvidar y apagar, en la persona del joven Schiller. Resulta que Goethe ha viajado a la inversa del espíritu de los tiempos, y que en tanto que él se hacía clásico, creyendo perfeccionarse, los demás se hacían románticos. Él va por un lado y el mundo por otro.  —¡Ay de vosotros los hombres razonables! ¡Pasión!, ¡embriaguez!, ¡demencia! Estáis ahí tan tranquilos, tan impasibles, vosotros los virtuosos reprobáis al borracho, despreciáis al insensato, pasáis de largo como sacerdote y dais gracias a Dios como los fariseos, porque no os ha hecho como a uno de ésos. Yo me embriagué más de una vez, mis pasiones rayaron en la locura y ninguna de ambas me pesa: pues he aprendido a comprender en su medida que todos los hombres extraordinarios que han realizado cosas grandiosas, algo que parecía imposible, han sido siempre tildados de locos y borrachos. Ese movimiento romántico que ha estallado en Alemania durante su ausencia, y que, sin embargo, irradia en gran poarte de su obra juvenil, escapa ahora a su control y aparece en pugna con él. Goethe es lo bastante hábil para vencer su antipatía y pactar con Schiller. Pero ya en adelante no será el jefe de un movimiento literario; las nuevas direcciones líricas se desarrollarán independientes de su volante y a veces en actitud polémica. Otro tanto ocurrirá con las filosóficas. Se da el caso curioso de que mientras Goethe se hace conservador, los que le rodean se vuelven liberales, y puristas, mientras que él se siente paradójicamente ciudadano del mundo. Schiller es un hombre que sabe hacer cosas y contraer un matrimonio de conveniencia, sin ofender a la moral. Goethe, en cambio, es un hombre inmoral en perjuicio de sí mismo. ¡Cosa notable! Schiller, el calculador, el arrivista, da lecciones de moral al despreocupado Goethe. Schiller, el hombre que hace héroes de bandidos, da a Goethe lecciones de moral  kantiana, trata de inculcarle la idea del deber heróico, que para él representa un romántico. Goethe se rasga en una clemencia para los seres inferiores, ya que su creencia científica en la metamorfosis y la evolución deja un amplio margen de posibilidad para la elevación de los seres en esa escala de grados perfectibles. No estarán cerrados los cuadros de las promociones superiores, y toda criatura puede mejorarse, ascender, crearse una personalidad, que es garantía contra la disolución y el olvido. Personalidad para Goethe es lo esencial; los hombres superiores lo son por superiormente personalres. En el bien o en el mal, el hombre superior cumple un fin en el cosmos. En cambio, el carente, de personalidad carece también de misión y servicio. Hay que hacerse una gran personalidad, y ahí entra en juego el esfuerzo, punto medio de la práctica moral goethiana. La personalidad se desarrolla en el esfuerzo y se manifiesta en la obra.
Nadie más moral y religioso que Goethe si se hace consistir ambas cosas, no por una aceptación de sacrificio y renuncia, sino en un sentimiento de admiración y amor ilimitados al mundo y a la vida, en una actitud de profunda humildad ante el gran hecho inabarcable del existir universal y de estremecida gratitud ante el espléndido, incomparable regalo de los dioses, traducido en un deseo de acrecer aún más ese tesoro gratuito de la vida, de enriquecer y embellecer aún más ese mundo maravilloso que graciosamente se nos dio al nacer. No tiene Goethe una filosofía ni una estética; lo que hay el él son estados de ánimo, disposiciones sentimentales y estados de conciencia, que el poeta aprovecha para sus creaciones sin preocuparse de darles coherencia y enlace, como hace el filósofo con sus ideas. Goethe produce poemas, no razonamientos, y en ellos reproduce la variedad desconcertante de la Naturaleza. Quimérico sería tomárselos en cuenta seriamente y tratar de asignarle ninguna suerte de intención metafísica. Goethe desborda sus poemas, como la Naturaleza sus creaciones. 
Por otra parte, la atmósfera de Goethe en Fausto lleva toda una intención del espíritu oscuro del romanticismo cuando nos deleitamos en esta breve cita: "Una parte de las Tinieblas, de las cuales nació la luz, la orgullosa luz que ahora disputa su antiguo lugar, el espacio a su madre la Noche. Y a pesar de todo, no lo ha conseguido, pues, por mucho que se afane, se halla fuertemente adherida a los cuerpos, y un simple cuerpo la detiene en su camino. Así espero que no durará mucho tiempo, y que con los cuerpos desaparecerá". Sin que falten o antiguos genios o brujas medievales, las hadas y los hados de su Fausto, Goethe, antiguo como Homero, medieval como los juglares germánicos, entre antiguo y moderno como Shakespeare, tenía en su mano el hilo de las cosas y podía seguirlo a través de la Historia. Una mina, una fundición modernas, podían ser contempladas  por él como lugares de operaciones mágicas. El mundo real y el mundo fantásticos se fundían en su visión: "Como de aquel ventanal de la sacristía se eleva temblorosa la luz de la pequeña lámpara votiva y cada vez más mortecina alumbra débilmente de soslayo, y en torno de ella se cierran las tinieblas, así reina la noche en mi alma". Es el compendio y el espejo simbólico de un espíritu multiforme que había vivido la vida entera, empírica y sabía, de la Humanidad hasta su tiempo y todas estas características del romanticismo. Goethe no surge como un prodigio; poco a poco va formándose, extendiendo su espíritu, asimilándose savias y sangres ajenas, con ese vampirismo natural de todos los seres. El vampirismo goethiano tiene su reciprocidad. Goethe se presta a las transfusiones recíprocas. Absorbe para dar. Recordemos su actitud cortés ante el plagio de Byron en su Manfredi. Todo lo que recoge y asimila revierte al procomún en su obra abierta a todos. No se puede llamar egoísta a un creador de esa riqueza pública que se llama arte o ciencia. Goethe da más de lo que recibe, puesto que sus descubrimientos científicos, sus creaciones de belleza, han de rentar indefinidamente a los demás, cuando él ya no exista. Goethe viejo, es un puro resultado de la evolución de su espíritu, pero siempre es un terreno puramente espiritual, no político, pues representa más bien el desasimiento deliberado de toda política, una comunión simbólica en la belleza y la ciencia, únicas que pueden unir a los hombres. Y en esa comunión es el genio alemán quien administra la forma. Lo que en él predomina e interesa sobre todo es su fondo humanísimo. Goethe es un orgulloso, porque es un tímido; un huraño, un hombre de apariencia glacial, insensible, porque es un hipersensible, un hiperestésico. Se defiende contra la excesiva personalidad de su temperamento, y su máscara de hielo es una filatería. En la segunda parte de su Fausto, Goethe se sale resueltamente de la Edad Media y de su siglo XVIII, discurseador y polémico, para plantarse en pleno siglo XIX y mirar desde ahí con avidez nostálgica al XX y a todo lo sucesivo. Es de un modo totalmente distinto y más definitivo aquel en que su imagen y su ejemplo se nos ofrecían; tal la figura idealizada de nuestras propias aspiraciones, y por añadidura el punto de enlace de la pasión y el abandono, el ímpetu más personal y el vuelo más compartido. No es preciso ser poeta o escritor para reencontrarse en Goethe. Basta tener consciencia de nuestra condición humana. Es lo humano lo que en él nos atrae, y, a través que otros escritores famosos, gana en nuestra admiración cuando frecuentamos en su intimidad. El hombre vale más que la obra. Goethe interesa por lo humano de su persona, por su conflicto íntimo, por su obra sin resolver, más que por su obra resuelta. La personalidad:  he ahí lo que apasiona en Goethe. Pero personalidad en constante potencia, en eterna opción sin elección, en incesante gestación hasta su muerte, como sus fragmentos sin terminar. Goethe queda también sin terminar, aunque termine su vida. Por eso da la sensación de que no ha murto. Él mismo cuidó de calibrarlos grados del interés póstumo por su persona, señalando las fechas en que habían de irse publicando su legado literario inédito, sus epistolarios y papeles íntimos. Ese náufrago, al  hundirse, lanzó al mar una botella flotante, como el personaje de Edgar Poe. De cuando en cuando, la posteridad habrá de recibir algún mensaje suyo. Goethe hablará desde la tumba: La estancia estaba desierta y sombría; sólo dos cirios disipaban la oscuridad, mezclando sobre su frente sus fúnebres reflejos con los dorados rayos del sol poniente que atravesaban las vidrieras de su habitación, cual luchan entre sí, en la santa agonía, la esperanza inmortal y la noche de la vida. Goethe entra en la muerte sin salir de la vida. Goethe quiere vivir, y se abraza a la vida con pasión de un joven enamorado. Ese rapto dramático quita a su agonía la solemnidad y el énfasis de la muerte socrática, filosófica, y la hace muerte de poeta y de joven. Tenía el rostro tranquilo y agradable a la vista; sus apacibles facciones parecían conservar aún la impresión de los éxtasis iniciados, pues sin duda había vislumbrado el cielo en su mente, y el júbilo que debió sentir el alma al emprender su vuelo, se veía aún retratado en su divina sonrisa. Una blanca sábana cubierta con una oscura cobija adornaba su lecho mortuorio, en sus manos cruzadas sobre su dormido seno descansaba un crucifijo de marfil. El rostro llevaba ya impresa la imagen de la inmortalidad, y en aquella frente donde se leía su sino, se veía ya un elegido. Cerca del umbral de la iglesia, en un rincón del cementerio, depositado el ataúd en la tierra de los muertos. ¡Oh, santo amigo: duerme en paz! No es mi corazón, no, el que me aflige, sino mis ojos. ¡En vano será que cierra el lecho en que yaces, pues harto sé que mi amigo no está ahí, sino donde sus virtudes han encendido su pura llama! ¡Está donde sus suspiros han sido precursores de su alma! Como azotado por espíritus invisibles, los caballos solares del tiempo se precipitan con el carro ligero de nuestro destino. ¡Mira, Lotte! No me estremezco al tomar en mis manos el frío y terrible cáliz del que he de beber el delirio de la muerte. Tú me lo ofreciste y no vacilo. ¡Todo!, ¡todo! ¡Todos los deseos y esperanzas de mi vida se han cumplido! Así, frío y yerto llamaré a las férreas puertas  de la muerte.
Realmente, si los dioses no dieron a Goethe una muerte prematura, demostraron amarlo dándosela estremecida y lírica. Le conservaron hasta el final la muerte clara y los ojos sin sombras, para que hasta el último instante pudiera ver la luz. Y en ese último instante le inspiraron esas palabras simbólicas, de las más bellas que puede proferir un moribundo; en vez de esas otras triviales que articulan otros agonizantes, él pronuncia una frase que estará vibrando eternamente. Su último grito expresa una demanda eterna de la Humanidad, siempre ansiosa de luz. Sobrevino la oscuridad de las tinieblas: todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades, y el Universo ya no fue sino noche, silencio e inmovilidad. Me había desvanecido. No obstante, no diré que haya perdido toda consciencia. No osaré definir ni tampoco describir lo que me quedaba de ella; pero, por último, no todo estaba perdido. En el más profundo sueño... ¡No! En el delirio... ¡No! En el desvanecimiento... ¡No! En la muerte... ¡No! incluso en la tumba no todo está perdido. De otro modo, no existiría la inmortalidad para el hombre. "Estima mi inteligencia y talento, más que este corazón que es, sin embargo, mi único orgullo y solamente él es manantial de todo: de toda fuerza, toda dicha y toda miseria. ¡Ah!, lo que yo sé puede saberlo cualquiera —mi corazón no es más mío". 

Graciela Mejía González (basado en la biografía que Cansinos Assens hace sobre Goethe).

Ver: Los miserables, Víctor Hugo  https://vieliteraire.blogspot.mx/2017/03/los-miserables-victor-hugo.html
Alphonse de Lamartine, el poeta de Dios, la naturaleza y el amor  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/01/alphonse-de-lamartine-el-poeta-de-dios.html
Van Gogh, la expresión inquietante de una naturaleza extraña  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/09/van-gogh-la-expresion-inquietante-de.html
200 años de Théophile Gautier   http://vieliteraire.blogspot.com/2011/12/la-belleza-del-arte-literario-200-anos.html
Édouard Manet, Una temporada en Bellevue  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/05/edouard-manet-una-temporada-en-bellevue.html
Honoré de Balzac, la ambición devoradora de escribirlo todo http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/10/honore-de-balzac-la-ambicion-devoradora.html
De las artes imitables  http://vieliteraire.blogspot.mx/2012/02/de-las-artes-imitables.html