Van Gogh, la expresión inquietante de una naturaleza extraña

Bajo cielos, ya tallados en el deslumbramiento de los zafiros o de las turquesas, ya amasados en no sé qué azufres infernales, ardientes, deletéreos y enceguecedores; bajo cielos semejantes a vaciados de metales y cristales en fusión, donde, a veces, se extienden irradiados por tórridos discos solares; bajo el incesante y formidable chorro de todas las luces posibles; en atmósferas pesadas, llameantes, aceradas, que parecen exhalar de fantásticos hornos donde se volatizarían oros y dimantes y gemas singulares. Georges Aurier

¿Qué es dibujar? ¿Cómo se llega a eso? Es la acción de abrir un camino a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que se siente y lo que se puede. ¿Cómo atravesar este muro, pues de nada sirve golpearlo con fuerza? A mi juicio se debe minar este muro y atravesarlo con lentitud y con paciencia. En 1946 hubo una gran exposición del pintor holandés en el Palacio de la Orangerie. Se le pidió a Antonin Artaud un texto; el resultado fue El suicidado por la sociedad, que nace, según se ve, como una respuesta rabiosa y flamígera contra un psiquiatra, o más bien, contra todos los psiquiatras representados en un cretino.
El pintor entre los pintores no era ni Leonardo, ni Botticelli, ni Velázquez, ni Durero, ni Delacroix; era un pobre hombre, un joven pelirrojo holandés, un místico sin pan, de quien los demonios hicieron presa. Era el hombre que en precarias telas de exiguo tamaño, pintó como nadie la breve historia de un corazón dilacerado y los hechizos rotos de una imaginación arrasada. Hay poetas, escritores y artistas que han creído encarnar en un cuerpo y en un espíritu anterior a ellos: Baudelaire lo creyó con el estadunidense Edgar Allan Poe, Henry Miller con Rimbaud. Artaud tomó el cuerpo y el alma del desdichado pintor de la región de Brabante. En el periodo Van Gogh, los locos, reales o supuestos, terminaban en un precario hospital o en el asilo psiquiátrico, donde las palizas, los electroschocks, los baños de agua helada, las camisas de fuerza y el calabozo eran moneda simple de cambio. Van Gogh padeció eso en el Hotel-Dieu de Arles y en el asilo psiquiátrico de Saint-Paul-de-Mausole, en Saint-Rémy. La imbecilidad activa de los médicos y los psiquiatras no ha variado pero ahora los nuevos charlatanes curan, según su jerga, con terapias, utilizan una terminología con la que ellos se entienden muy bien y recetan infinitas pastillas, como si se pudiera inventar una pastilla que sirva para curar la desesperación de una madre que perdió un hijo e inventarse otra que cure a la que perdió dos, o una pastilla para el que le angustia subir una escalera y otra para el que se llena de ansia por pisar las rayas de las aceras. En el fondo, el doctor Gachet, el supuesto último amigo de Van Gogh, el bribón que fue a robarse los cuadros del cuarto de Van Gogh en el albergue de los Ravoux cuando éste murió, sigue cobrando cuentas de oro a los pacientes, a través de los psiquiatras que nacieron después de él, para llevarlos a nuevas inacciones o nuevos temores.
Artaud pasó nueve años en Rodez y Van Gogh soportó apenas uno en Saint-Remy. Artaud dice en estas páginas que Van Gogh, el día cuando se dio el tiro, debió habérselo dado al doctor Gachet. Van Gogh no tuvo tiempo para odiar a los psiquiatras; su odio se centro en los mercaderes del arte que preferían apostar sobre seguro con el pintor fallecido y para quienes el arte era sinónimo de dinero.
¿Qué son los psiquiatras, se pregunta Artaud, sino los cancerberos de la sociedad? Son los carceleros mentales. Son los que deben matar al loco, al alienado auténtico, pero deben hacerlo bajo la apariencia del suicidio, pese a que el artista sea un genio, porque rompe el orden y el equilibrio de la comunidad. Se les suicida porque son diferentes. Pero para Artaud esa sociedad es mucho más enferma y brutal que esos grandes alineados a quienes persigue para robarles libertad y luz, para desordenarles la ecuación de las ideas y los nuevos cuadros de imaginación que proponen, y desde luego, para borrar la diferencia y que todo regrese al plano gris. ¿Qué psiquiatra de inteligencia mediana —por demás, la gran mayoría— estaría capacitado para comprender las ráfagas y resplandores mentales de Hölderlin, Nerval y Nietzsche?
Para Artaud el mundo es el anormal y no el genio anárquico, porque a fin de cuentas ¿quién está más loco? Un psiquiatra erotómano, que es de raíz un obseso, o un pobre hombre, expulsado de todas partes, un forastero que se hubiera conformado con un cuarto donde dormir, un sitio donde comer con alguna decencia, un bar o un café donde tomarse un vino mediocre, un prostíbulo donde acostarse con ínfimas prostitutas y un poco de dinero para allegarse los instrumentos necesarios para pintar? Frente a la innoble sexualidad de los psiquiatras, Van Gogh, más allá de todo concepto o imagen cristianos, era casto como no pueden serlo un serafín o una virgen. Frente a los grandes y pequeños líderes religiosos, por los que mueren millones de personas ¿qué mal hacía ese joven alucinando que creyó en su misión de evangelista, primero como pastor, para redimir a obreros, mineros y pescadores, y más tarde para alcanzar la casa hospitalaria de la fraternidad de pintores, que él y Théo soñaban llevar a cabo en el mediodía francés? En suma, se trataba de un combate del todo inequitativo: el combate entre un mundo bestial y un pobre hombre.s Un supuesto diálogo que no termina nisiquiera en un monólogo, sino en un grito de espanto. Para Artaud, Van Gogh pertenece a ese linaje de grandes marginales o expulsados de la tierra como Coleridge y Hölderlin, Poe y Nerval, Baudelaire y Kirkegaard, Arnim y Nietzsche, quienes son hechizados en el corazón de la noche por el espíritu maligno, y ya no regresan, o ya no regresan bien al mundo de los normales.
Hay otro mundo en este mundo que podemos entrever pero no entenderlo. Esos cuadros que con sus disonancias cromáticas plenas de armonía nos obturan la garganta y nos cortan con un cuchillo el corazón, el alma y el entendimiento hasta hacernos oír descorazonados la música desesperada de un hombre que grita en medio de la noche su sufrimiento salvaje. Son los cuadros pintados luego de la tempestuosa noche del 23 de diciembre de 1888, cuando perdió para siempre el lóbulo de la oreja derecha, la cercanía amistosa de Gaughin, el cenagoso jardín de las prostitutas, y sobre todo, su modestísimo sitio en la planicie opaca de la sociedad de los normales. Es el periodo cuando las imágenes visuales y auditivas comienzan a pasar de la pantalla rota de su cerebro al material pobrísimo de sus telas, y donde empezó a crear, sin saberlo, una nueva sensibilidad, o tal vez, un nuevo temblor para ver la pintura moderna. Son los cuadros postreros pintados en la terrible etapa final de Arles, en el desdichado año en el pueblo de Saint-Rémy y en los dos meses últimos en Auvers-sur-Oise. Son los estremecedores cuadros de la locura más lúcida. Es el tiempo cuando, contradiciendo a Gaughin, hizo que la pintura auxiliara al sol, a los trigos y a los girasoles a ser más amarillos y oro. El amarillo sobre el amarillo, sobre el amarillo, sobre el amarillo. En el momento de redactar estas líneas, —dice Artaud— veo el rostro sangriento del pintor venir hacia mí, en una muralla de girasoles reventados, en un formidable abrasamiento de cenizas encendidas de jacinto opaco y de herbajes de lapizlázuli. Sus girasoles de oro broncíneo están pintados; están pintados como girasoles y nada más, pero para comprender un girasol en la naturaleza es necesario ahora volver a Van Gogh. Porque no es para este mundo, porque no es para esta tierra que hemos siempre bajado, bramado de horror, de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de repugnancia, donde todos fuimos envenenados, aun si por ella fuimos todos hechos, y que nosotros al fin nos suicidamos. ¿Por qué las pinturas de Van Gogh me dan la impresión de ser vistas como del otro lado de la tumba de un mundo donde a fin de cuentas sus soles habrán sido lo único que giró y brilló? Un día el alma no existió, ni el espíritu, y en cuanto a la conciencia, nadie había pensado en ella,, pero donde además estaba el pensamiento, en un mundo hecho sólo de elementos en plena guerra, ya destruidos… pues el pensamiento es un lujo de la paz. Toda la gente que desde hace dos meses ha ido a desfilar a la exposición de sus obras de la Orangerie ¿está segura de recordar todo lo que hicieron y todo lo que les pasó cada noche de los meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1946? Et n´y eut-il pas un certain soir où L´atmosphère de I´air et des rues devint comme liquide, inestable, et où la lumière des étoiles et de la voute céleste disparut?

Marco Antonio Campos

Ver: Arthur Rimbaud  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/arthur-rimbaud.html
La mujer de azul, Thomas Gainsborough  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/03/la-mujer-de-azul.html
Joven vestida de azul, Pierre Auguste Renoir  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/joven-vestida-de-azul-pierre-auguste.html
Naturaleza muerta 1954, Rufino Tamayo  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/08/naturaleza-muerta-1954-rufino-tamayo.html
Manzanas, Paul Cézanne  http://vieliteraire.blogspot.com/2013/07/manzanas-paul-cezanne.html