Erzsébet Báthory

Intentaba desentrañar en ese rostro, 
que seguía siendo hermoso, 
los signos de un vampirismo del que todos hablaban en voz baja. 
No podía descubrir señal alguna de crueldad. 
Aún menos de dulzura, ciertamente. 
Tampoco ningún rastro de sonrisa o de alegría. 

Su fisonomía no invitaba al amor aunque era muy hermosa, bien proporcionada y sin defectos, porque se notaba que la habían arrancado del tiempo como se saca una mandrágora del suelo; y la simiente que la había creado era tan maléfica como la de un ahorcado. No tenía nada de la mujer corriente a quien el instinto y la vitalidad hacen huir, temerosa, ante los demonios. Los demonios los llevaba ya dentro: sus grandes y negros ojos los ocultaban en su taciturna profundidad, su rostro tenía la palidez del añejo veneno de éstos. Lo que fascina no es lo agradable sino lo insondable y Erzsébet fascinaba. Y la fascinación de una belleza tan joven y turbadora nunca cansa. La forma peculiar de bajar los párpados de oscuras pestañas, de inclinar sobre la gran gola tiesa el óvalo de la mejilla; y el contorno de aquella boca, ese contorno que el tiempo casi ha borrado en su retrato. Cuando aparecía, seducía e inspiraba temor. Las demás mujeres no eran nada a su lado, pues era bruja y loba noble. si hubiera sido de temperamento alegre,las cosas habrían sido diferentes, pero sus escasas palabras sólo expresaban desafío, mando, sarcasmo. ¿Qué puede hacerse cuando mueres así, como no sea adornarlas, acorazarlas con rígidos rasos y perlas?  Ningún amor iba nunca hacia Erzsébet.
Eran los tiempos en que la cincoenrama poseía aún todo su poder, en que en las tiendas de las ciudades se vendían mandrágoras cogidas de noche al pie de los patíbulos. Los tiempos en que niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos: más valía no tener nada que ver con su mala fortuna. Pero, ¿qué se había hecho con su corazón, con su sangre?  Filtros, u oro quizá. Y ello en el país más salvaje de la Europa feudal, donde los señores negros y rojos tenían que guerrear sin tregua con los resplandecientes turcos.
Un artista vagabundo había pintado el retrato de Erzsébet Báthory, condesa Nádasdy, en el momento en que mayor era su belleza. Debía de tener unos veinticinco años. ¿Venía de Italia o de Flandes aquel anónimo pintor? ¿ Por qué taller había pasado antes de ir de castillo en castillo pintando sus envarados retratos? Sólo conocemos el pardo lienzo con E mayúscula de Erzsébet en el ángulo superior derecho. Y la inicial del nombre, ya en vida de ésta, ésta dibujada, construida en forma de tres crueles dientes de lobo plantados en el hueso vertical de la mandíbula. Encima, más que áreas pesadas, unas alas de águila. Más arriba no se puede distinguir nada. Y al rededor de este ovalado blasón femenino se enrosca el antiguo dragón de los Báthory dacios. Así se yergue, vigilada por garras, alas y dientes, horriblemente tenebrosa.
Era rubia, pero sólo gracias a los artificios de la moda italiana, a los lavados diez veces repetidos con agua de ceniza, con agua de camomila silvestre, con el poderoso ocre del azafrán húngaro. Erzsébet, con sus damas de compañía alzándole el largo cabello castaño oscuro ante los grandes troncos en llamas del invierno o cerca de la ventana inundada de sol de verano, y muy protegido el rostro por cremas y ungüentos, se volvía rubia. Las perlas no eran bellas sino porque la adornaban, las flores porque adornaban sus estaciones; y la inocencia de lo blanco no tenía sentido sino cuando realzaba, a la luz de los candelabros, la palidez de su tez. El terrible hastío de lo que no le atañía directamente había apartado su mirada de las cosas de la tierra.
En el retrato apenas se le ven los cabellos ensortijados, bastante altos sobre la frente, según una moda ya pasada en Francia. Están ocultos bajo rombos de perlas. Aquellas perlas venían de Venecia y de las cargas de sus navíos y, sobre todo, de los turcos, que ocupaban todo el este y el centro de Hungría.
La corte de los Valois en París y, en sus castillos, la de Inglaterra, donde Isabel, rígida y pelirroja, acorazaba con ellas las gorgueras, las sisas de las mangas y las largas falanges de sus dedos; todas las cortes, incluso, en el remoto este, la de Iván el Terrible, vivían bajo el signo de las perlas finas.
En verdad, cuando Erzsébet Báthory vino a este mundo no era un ser humano acabado. Estaba aún emparentada con el tronco de árbol, la piedra o el lobo. ¿Será acaso el destino de su raza, en el instante en que se había decidido la eclosión de tal flor? ¿Será acaso efecto de una época en que los nervios se enroscaban aún entre las brumas del primitivo salvajismo? Lo cierto es que había entre Erzsébet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado.
No era, sin embargo, una soñadora. Una personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de preocupaciones de orden práctico: tras la espesura de las futilidades, de las vanidades, de las riñas domésticas, de las complicaciones familiares, ahí es donde se ensancha, en lo más hondo, el gran lago cruel. Los músicos de su castillo, que eran cíngaros, interpretaban una música salvaje; si, cabalgando por el bosque, se topaba con los jirones del viento dejado por el oso o el zorro, el círculo que la aislaba se rompía por un instante. Luego, volvía, pálida y oscura, a esas danzas cortesanas que bailaba bien aunque demasiado deprisa, a la húngara, con aire ausente y tan fría como un bosquecillo de yedra. Intentaba desentrañar en ese rostro, que seguía siendo hermoso, los signos de un vampirismo del que todos hablaban en voz baja. No podía descubrir señal alguna de crueldad. Aún menos de dulzura, ciertamente. Tampoco ningún rastro de sonrisa o de alegría. Pero se sabía que era altiva y rara.
Iba Erzsébet hacia lo que precisaba. No sabía lo que era el remordimiento. Nunca, como Gilles de Rais tras sus crímenes, se revolcó en su lecho rezando y llorando. Tenía derecho a su locura. Si caía, no por ello era indigna de sí misma. No comprendió nunca por qué se le infligió a ella, que de tan alto linaje procedía, la humillación de los últimos años. Erzsébet consideraba la vida como el bien supremo y, sin embargo, no podía entrar en ella. Su crueldad fue a la vez su revancha y su adaptación. Le gustaba el amor, le gustaba oír cómo le decían que era hermosa, la más hermosa. Lo era, en efecto, con una belleza sacada de los inagotables manantiales de las sombras.
¿Qué decir del círculo mágico y qué esperanza puede haber en él, universo especial cerrado a contrapelo por antiguas llaves, con firmas de carbón  que sellan, acuñan una y otra vez la mente para convertirla en una moneda de la naturaleza, tantas veces enajenada como dada? ¿Qué decir de Erzsébet Báthory, supersticiosa y depravada, con su nariz aquilina, prolongación directa de la línea de la frente, con su pesada barbilla, algo huidiza, su aire evocador a un tiempo de la oveja negra y de la rapaz que se la lleva entre las garras? ¿Qué decir de esta mujer a la que siempre, y a pesar de todo, se buscaba? Pues lo que fascina no es lo agradable sino lo insondable. Si un día pudiéramos amar a uno de estos seres conociendo las causas profundas y reales de su nacimiento y sin temer ni a este ser en sí ni a los poderes que han decidido su venida al mundo, entonces no habría ya lugar para la crueldad ni para el miedo.

Valentine Penrose  (La condesa sangrienta, fragmento).


Ver: Siniestra hermosura  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/04/siniestra-hermosura_27.html
La melancolía  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/05/la-melancolia.html
La dignidad del hombre  https://vieliteraire.blogspot.mx/2014/05/la-dignidad-del-hombre.html
El castillo de los Cárpatos  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/12/el-castillo-de-los-carpatos.html
El evangelio de los vampiros  http://vieliteraire.blogspot.mx/2011/11/el-evangelio-de-los-vampiros.html
Drácula, la personificación de una divinidad pagana maligna  https://vieliteraire.blogspot.mx/2017/04/dracula-la-personificacion-de-una.html
La mandrágora  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/04/la-mandragora.html
La muñeca sangrienta  http://vieliteraire.blogspot.mx/2013/05/la-muneca-sangrienta.html
La muerta enamorada  http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/03/la-muerta-enamorada_1.html


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